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viernes, 19 de diciembre de 2014

AL FELIZ PAVO

Cristóbal Encinas Sánchez

        Revolotea el joven pavo al ver llegar al que cada día le da la comida en su mano y vigila por que no le falte el agua.
Cuando tenga seis meses de vida y pese diez kilos en canal, no sabe el pobre  que está próxima su hora definitiva. En el puesto del mercado, sin ningún tipo de pudor, lucirá su carne desgarrada sin plumas y con la cabeza cortada. Será observado por ojos escudriñadores que, cuando les toque el turno de comprar, dirán al carnicero: “Póngame ese, trocéelo a cuartos y deshuese la pechuga. No quiero las patas”. Ahí se verá  la desvergüenza y la infamia. ¡Cómo despreciarán sus fuertes extremidades, las que fueron su soporte! Y lo mismo con su hermosa y altiva cabeza.
La de cosas que se harán con sus muslos: exquisitas sopas y filetes que alimentarán a los hijos pequeños de la casa y les dará el vigor que necesitan tras el esfuerzo en la escuela y en el parque que habrá sido demoledor.                                                                                                                  Ahora, ya no quedará ni un momento para el recuerdo. ¡Pensar que siendo un pavo arrogante estaría siempre con los suyos en el campo, preparado para disfrutar de la naturaleza, procrear y ejercer la libertad a su capricho!
El que lo alimentaba lo engañó, procurando que tuviera un ambiente tranquilo, administrándole también medicamentos para combatir sus  enfermedades. Ese, con un sesgo definitivo de guadaña, segará su cuello o dará la orden a otro ejecutor más especializado. En ese momento, toda la granja estará en el silencio más terrible.                                                         ¡Que sepáis, apreciadas aves de corral,  que todos asumimos vuestro destino sabiendo que vuestras células formarán parte de nuestros músculos, huesos y cerebro.  Esto, tal vez, os reconforte y el saber que también estaréis algunos muy bien presentados en el día de Navidad. 

lunes, 15 de diciembre de 2014

POR CONTESTÓN

CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

       A la entrada de la bocamina nos juntábamos por la mañana a primera hora, antes de comenzar el trabajo para revisar el material que teníamos que llevar. Yo esperaba al ingeniero que se retrasaba, pues me tenía que dar instrucciones. Mientras, eché una ojeada a mi libreta de trabajos pendientes. No tuve que esperarlo mucho pues divisé por los comedores su casco blanco inconfundible. Se fue acercando a mí hasta que a unos cuatro o cinco metros me voceó inesperadamente:
—¿Tiene la lista de trabajadores ahí? -yo no le contesté porque él no me había saludado. Con voz afable y sonora le lancé:                                                                                                                                 —¡Buenos días, don Marciano! -me miró por encima de sus gafas negras mientras yo seguía acercándome. Cuando estuve a dos metros de él, me alargó un plano de zapatas.                                  —Tome este plano y compruebe si ayer terminaron de poner los estribos en los corrugados para continuar con el hormigonado -yo seguía sin responderle a sus preguntas.
 —¡Buenos días, don Marciano! -le espeté y me esperé unos cinco segundos por si quería dedicarme dos palabras de buen recibimiento. Me aproximé un poco más a él y le dije otra vez con menos agrado:
—¡Buenos días, don Marciano! Que sepa usted que no le voy a contestar a nada de lo que me pregunte hasta que no me dé los buenos días. ¿Es que usted se cree que es más que nadie aquí?, cada uno tenemos nuestra función y usted no es más que yo, que también tengo mi orgullo. Y si no fuera por nosotros, usted no haría nada -le dije muy claramente-. ¿Tanto le cuesta a usted decir buenos días? -a lo que me respondió irónicamente:
— Es que a mí no me gusta decir buenos días a nadie y menos aún si no he desayunado.                                                                        —Pues, ¿sabe lo que le digo?, que eso es de tener muy mala educación. A cualquier persona se le saluda y más nosotros, siendo compañeros. ¡Que no es la primera vez que usted hace esto, hombre!, y ya está bien.
—Ya le he dicho que no es de mi agrado dirigirme en ese tono al comenzar la jornada. Pero ya que insiste tanto y no tengo más ganas de discutir, le diré "¡BUENOS DÍAS!".
A primeros del mes siguiente, al recibir el sobre vi que en el apartado de "PRIMAS" no había ningún cantidad; no me habían dado lo que a todos los trabajadores nos complementaban desde que llegamos a la obra. Sin pensarlo dos veces, por la tarde me fui a ver al ingeniero jefe.
—Don Juan: Se ve que este mes no he tenido el ingreso que todos tenemos por realizar nuestro  trabajo con diligencia y alegría. La prima nunca se la han negado a nadie mientras yo he sido el encargado aquí. Ahora se me niega y quiero saber por qué.  Creo que no me he portado mal y los plazos de la obra van muy adelantados. Le pido a usted, por favor, que me lo diga, si puede averiguarlo.                                                                                                     
—No se preocupe, pero ha tenido que ser por un error. No lo dude. Esa actuación no es propia de nuestra empresa y se corregirá, usted tranquilo.
A los dos días volví  a la oficina a ver si el jefe tenía la respuesta que yo necesitaba, y me contestó:
— Le dije ayer a la secretaria que se le hiciera el ingreso de la cantidad estipulada por ese concepto. He indagado y me han dicho que se la habían negado porque usted era un contestón.
—¡Don Juan, usted sabe que eso no es verdad! Le puedo informar de lo que pasó con esa persona.
—Perdone la broma. No hace falta, pues ya me lo han contado él. No volverá a  pasar                                                                     Desde aquel momento tuve la osadía de que cuando don Marciano venía, yo me giraba, mirando algún detalle en un plano, o simplemente hablando con algún oficial. Él no me decía nada pero mandaba a su ayudante para que me comunicara lo que estimaba conveniente.
Antes de terminar la presa lo enviaron a otro lugar y a mí me dejaron hasta que acabaron las obras. Después me pidieron que me quedara allí para el mantenimiento de la central y así lo hice. Me quité de estar bajo las órdenes de gente tan mal educada y tan orgullosa.

viernes, 12 de diciembre de 2014

DEOGRACIAS

LEMA: UNA QUE SEA FÁCIL

CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

         Les había puesto a cada uno de los asistentes un gran vaso de ponche de frutas bien cargado de ron. Con la sonrisa en los labios fueron saboreando el delicioso alimento que ella preparaba al comienzo del verano. Era divertido asistir a aquella verbena, que después se continuaría en todos los bailes los fines de semana y que tendría su apogeo en esas noches acariciadoras del plenilunio.  Deogracias presentó al grupo de música pop con unas palabras de reconocimiento y a los presentes les auguró una velada divertida, joven y romántica.                                                                                  Cada uno se tomó tiempo para ir buscando a su pareja de baile, después de entonarse con la primera pieza.                                   Uno de los jóvenes, un poco socarrón, dijo a sus amigos: "Voy a ver si  me encuentro con la esbelta Deogracias". Y ojeó detenidamente, desde la escalera de acceso, todas las cabezas de los que no danzaban, sin poder vislumbrar a la despampanante chica. Al no encontrarla siguió comentando: "Voy a ver si me cojo bien a la Deogracias y estaré con ella toda la noche; ya sabes que se me da muy fácil. Lo pasaremos bien".

Los músicos propusieron seguir con otra canción que se escuchaba a todas horas en la radio. Inmediatamente fueron aplaudidos por los que danzaban.                                                                                      A dos metros de distancia del  presumido joven, en otra pequeña reunión junto al muro que circunscribía el recinto, permanecía a la expectativa la chica que con tanto afán buscaba. Entonces se dirigió a ella, perplejo y en voz baja le susurró: "¿Bailas, por favor ?, ahora iba a buscarte".                                                                                    Ella no le  respondió y, haciéndose de nuevas, le sonrió dispuesta a recibirle. Con los brazos extendidos al máximo y con una lentitud medida, se los dejó caer sobre los hombros a modo de palanca. Él pensó que estaba de broma.                                                                No le permitió acercarse a ella en toda la noche.

sábado, 6 de diciembre de 2014

CONSEJO PARA AHORRAR

Cristóbal Encinas Sánchez
       
       Su calor corporal, acumulado en sus apretadas carnes, lo podía aprovechar íntegramente, por lo que hacía pequeños ejercicios gimnásticos. Todo ayudaba en el día gélido del solsticio de la nueva estación: el invierno; el pronóstico del tiempo era que nevaría por la noche.                                                                                                 El doctor le sugirió que no dejara las ventanas del piso abiertas más de cinco o seis minutos, tiempo suficiente para oxigenar las habitaciones. Si las paredes y el suelo se enfriaban demasiado, para tener después un ambiente confortable, habría que gastar una cantidad de energía mucho mayor, con el consiguiente despilfarro económico para la comunidad.  
A primera hora de la mañana del día siguiente, el doctor se la encontró en su consulta, con mucha ropa y con una gran bufanda enrollada al cuello, por lo que le dijo:

-¡Muchacha!, ¿te has resfriado? ¿Hiciste caso de lo que te dije ayer?

A lo que ella respondió con voz muy afligida y con ademán cómico:

Es que ayer me pilló el frío
al no poder secarme pronto,
después de caerme al río.

jueves, 4 de diciembre de 2014

UN SUCEDÁNEO

CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

       Cuando me quedé parado por primera vez, me dediqué a las tareas propias de la casa. Iba a la compra, cuidaba de los niños, los sacaba al cine, fregaba y hacía la colada. Mi mujer bastante tarea tenía con realizar su trabajo diario y mantener económicamente el hogar.
Yo tenía mis amigos, con los cuales me reunía una vez al mes, durante los dos primeros años. Luego lo fui dejando porque me ceñía a mis labores con tal intensidad que me absorbía todo el tiempo.                                                                                                    Mi mujer permanecía cada día menos horas en casa porque tenía reuniones de trabajo, viajes y fiestas con sus compañeros. Tomó la táctica de vivir más en la calle que con nosotros, incluso alguna noche la pasaba fuera. Yo comprendía todo esto, que hasta cierto punto era razonable, pues era la cabeza de familia.                                                 
Yo seguía en el paro y sin cobrar nada. Me adapté a esta forma de vida esclavizada y sin pretensiones. Me acostumbré a no salir a ningún sitio porque podría gastar un dinero que no ganaba y ella estaba de acuerdo, por lo que a menudo me lo recordaba. Este hecho me sacaba de mis casillas y hasta me cambió el carácter. Se podría decir que me habían rodeado como a un calcetín. 

Pasaron varios años y mis hijos terminaron el bachillerato con buenas notas. Y se prepararon para ir a la universidad, hecho que me  liberó de mis tareas rutinarias. Comencé a salir con amigos en las asociaciones del barrio. Uno de ellos me comentó que no era vida la que yo tenía. Él participaba en una asociación de separados y conocía a muchas mujeres en la misma situación y, siendo buenas personas, no habían tenido la oportunidad de que les reconocieran sus derechos más legítimos.                                                                                       
Empecé a tontear con una chica más joven que yo. Entonces fue cuando le dije a mi mujer que ahí se quedaba, que cogiera el cesto de la compra y que había llegado la ocasión de que pusiera sus trapos en la lavadora y que planchara. 

Antes de separarnos me buscó trabajo de ayudante de jardinero en el ayuntamiento. Eso me daría plena libertad para rehacer mi vida, de lo cual ella no se percató.
Como ella ganaba un buen sueldo, no me pidió nada en principio. Después, cuando hablábamos de los niños me informaba de que las matrículas valían mucho, de que les tenía que comprar ropa y que ella no podía hacerse cargo de todos los pagos. Se había quedado con la casa, con los dos coches y la cartilla donde teníamos los ahorros.                
Como yo no le hacía mucho caso, empezó a llamarme con más insistencia y con el mismo tema. Indujo a mis hijos -que ya se habían puesto a su favor- a que me llamaran y me pidieran también dinero. Yo, con el sueldo que tenía, no podía hacer frente más que a mis propios gastos, así que no les mandaba nada.

La última vez que la llamé, hace ya cinco años -y no pienso hacerlo más-, me insultó de una forma imperdonable.  Me dijo que la había abandonado como no hace un hombre que se precie, cuando ella se había preocupado de alimentarme a mí y que así era cómo le pagaba. Le hice caso omiso, alegando que me había tratado como a un guiñapo, solo porque ella era la que traía el dinero. Después de tanto aguantarla, lo último que me dijo fue que si es que me daba miedo acercarme por la casa, que era un cobarde. Y preferí cortar la conversación.

Desde entonces vivo tan feliz, nadie me llama; primero, porque no tengo teléfono y segundo, porque a mediados de mes voy al banco para sacar la renta que me ingresa el inquilino de mi casa, pues mi mujer pidió el traslado a donde están mis hijos realizando sus estudios. Ahora, cuando quiero saber algo de ellos, me meto en Facebook en la biblioteca y miro lo que han colgado en su muro. Sé que esto es un sucedáneo, pero por ahora me conformo.