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domingo, 23 de febrero de 2020

DESCORNANDO AL MACHO



Cristóbal Encinas Sánchez

            Se acercó Relámpago, como de costumbre, a un pequeño rebaño de ovejas que diariamente, al anochecer, era conducido a la tinada. Un joven carnero llevaba un tiempo intentando cornearlo, quizá para asustarlo, pues siendo un mocito tenía que demostrar su valía antes sus congéneres. Sin dilación, este le miró de forma atravesada, como de no tener buenas intenciones. Y sin darle tiempo, se lanzó a por él, pero el perro era más listo y siempre  mantenía la distancia, procurando que esta vez no se le acercara demasiado, aunque sí lo suficiente como para torearlo y reírse de él.
El pastor se lamentaba de tener cada día enfrentamientos con la gente por este motivo, cuando pasaba su rebaño por el pueblo. Así que, sin darle más pausa, se acercó al brioso macho, lo cogió por las patas y lo echó al suelo. Ya tumbado, le puso la rodilla encima del costillar, le cogió las manos y con una tomiza se las ató. En ese momento pasaba por allí un muchacho, al cual le dijo sin demora que se acercara, y que por favor le ayudara sujetando la poderosa cabeza del irrespetuoso lanudo. Le había llegado, por fin, la hora de descornarlo.
El muchacho se sorprendió de la operación que iba a realizarle el pastor. Sin dudarlo, se acercó, pero con cuidado, hasta asegurarse de que estaba bien trabado el ovino. Con mucho temple, y con seguridad en lo que iba a hacer, el pastor echó mano a su morral y sacó un pequeño rollo de alambre acerado, cuyos extremos estaban sujetos a dos cortos y finos palos. Lo desenrolló y lo tensó, enroscándolo  a unos ocho centímetros de la punta de uno de los cuernos, y comenzó a aserrarlo. Se veía penetrar el alambre en el asta como si cortara un trozo de jabón casero. Tras cortarlo, se dispuso a hacer lo mismo con el otro.

–¡Ya está, muchacho!, puedes soltarlo. Gracias –dijo satisfecho.

Ya libre, corrió salvajemente el cordero y se enervó: iba obcecado a embestir contra Relámpago. Este se divertía retozón, pues el macho, ahora mocho, no llegaría  a tocarlo nunca más, quedando a la altura de una simple e indefensa ovejita.
El pastor le habían cortado los “vuelos” al macho. Ya estaba tranquilo, y nadie le reprendería por posibles embestidas del cordero. Así que cogió los trozos de cuernos amputados y se los dio al muchacho para que hiciera con ellos un yoyó, y si era diestro con la navaja, alguna figura sencilla de adorno podría hacer.

Tras despedirse, el muchacho arrancó a correr para que Relámpago lo siguiera y le lanzó entonces uno de aquellos inertes huesos para jugar y para que se lo devolviera. Relámpago fue a buscarlo con presteza y encontró entre las hierbas el preciado juguete. Pero no se lo devolvió, tal como esperaba el muchacho. Con el trozo de asta en la boca, se fue corriendo para alardear ante sus amigos de su trofeo arrebatado a un carnero muy agresivo, que lo había perseguido, incansablemente, todas las mañanas para importunarle.

viernes, 21 de febrero de 2020

MI ABUELO


BELÉN ENCINAS HAYAS

       Llovía. Yo estaba sentada mirando a través de la ventana, poniendo el pan a tostar para el desayuno. Alguien en la calle me llamó la atención. Era un hombre muy mayor que caminaba con una niña  que podría ser, seguramente, su nieta. Iban cogidos de la mano. Ella era muy pizpireta y risueña, con el pelo lacio y rubio. No paraba de hablarle al anciano, el cual  la miraba con mucha atención y dulzura, sonriéndole entre frase y frase.                                            
De pronto, subiendo una cuesta, la preciosa niña se paró. Y con una mirada atenta, a modo de súplica, le dijo: 
-"¡Abu!, por fa, cógeme, que estoy cansada". 
Él, sin dudarlo, detuvo su paso y, con una amplia y generosa sonrisa en sus labios, se agachó, la abrazó y la apretó contra su pecho. ¡Qué complacidos y encariñados se encontraban los dos!                                       
Durante un rato, con ella a cuestas, y sin que ella se percatara, la cara del dulce abuelo cambió. Su gesto reflejaba un cansancio permanente y mucha fatiga en su respiración. Estaba transido de dolor, pero eso no le impedía llevar a su querida nieta en brazos. Con torpeza y gran esfuerzo subía la empinada cuesta, con pasos despaciosos.  De vez en cuando, los dos se miraban con la complicidad de estar muy unidos, en la mejor compañía.

Los ojos de la cautivadora niña eran tan vivos y con una mirada tan brillante y especial que iluminaban la calle. Dándose cuenta de la situación y mirando a su abuelo, cogiendo su cara entre sus pequeñas manos, le susurró al oído: "¡Abu, es que yo te quiero mucho!".