Cristóbal Encinas
Sánchez
El aire abrasa como un horno de leña.
La noche es un suplicio continuo
y no puedes dormir sin dar un respiro agradable.
Me voy a la ventana a observar la luna llena.
¡Cuántos recuerdos de veranos pasados ya en el olvido!
Creeré que la noche vendrá refrescante;
me tiendo en la cama y comienzo a rebinar
con auspicios de que el aire fresco volverá
generoso y desenfadado del Oeste.
No puedo pensar en otra cosa:
el aire reinará fresco en la mañana.
Toda la noche quebrantando el sueño,
y un transistor, que me acompaña,
permite soñar a un piano, a un oboe y una guitarra.
No dormir es lo que se espera en esta noche de julio.
Sueños graves e imposibles, indeseados,
razonamientos torpes dislocados
que te meten por insondables laberintos;
y las asechanzas del nuevo día que están aún por
desvelarse.
Y si la noche me ahoga, más me ahoga el recuerdo,
pero el día poderosamente me causa la misma angustia
que ayer.
Es un verano, como ningún año, agotador e incansable.
Quiero pensar ahora que otro calor es más profundo:
el que nace de dentro, como el amor de los padres,
el de la esposa y el de la gente preocupada
por que no te ocurra nada malo.
Así espero a que el tiempo pase,
y que el sol, allá en lo alto,
un día, al fin, se resquebraje.