CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ
Ajeno a todo, me
cobijo mentalmente en aquel cuarto de los trastos de la vieja casa de mis
abuelos, en una feliz tarde. Allí había jáquimas colgadas, azadones, cestos con
cuerdas, horcas de la parva, hoces y rastrillos mezclados todos en el rincón de
una habitación pequeña destinada a almacén . Yo buscaba, ante todo, mi
entretenimiento preferido: la albarda del mulo Romero. Me subía encima y
comenzaba a recordar cuando trotaba por los campos de cereal casi recién
nacido, por las orillas de los ríos y por los límites de las alamedas.
Me imaginaba
corriendo por llanos del Banco con algunos compañeros de la escuela, hasta asomarnos
a los acantilados, unos farallones que dan al Torcal, y desde allí descolgarnos
para visitar las cuevas, con el peligro inminente de caernos en alguna sima y
perdernos en ella para siempre.
Después, me
subía a las cámaras de la casa, donde había jugado muchas veces con mi hermano.
Nos escondíamos tras los haces de esparto que sobraron cuando se hizo el
tejado.
Lo escrutábamos
todo: sacudíamos impulsivamente los cencerros grandes y las campanillas que
pendían de un clavo; manoseábamos las herramientas guardadas en las capachas. Sacábamos
dos cuchillos y los atábamos a un palo para construir un chuzo con el que nos
enfrentaríamos, en caso necesario, a algún sacamantecas escondido. Con una
corneta inservible, calada en bandolera no fuera a perderse, intentábamos tocar
y llamarnos, pero su boquilla no sonaba.
Lo que más nos gustaba
era luchar con un largo sable herrumbroso y una bayoneta de medio metro. Por
ser yo mayor que él y más robusto, me apropiaba de la espada, aunque no podía
blandirla ni con las dos manos; pero nunca nos herimos, ni un rasguño, porque
teníamos el cuidado necesario.
Íbamos después a
darle un repaso a una arquilla vieja que contenía incontables botellitas con
raras esencias pestilentes y de diversos colores, azules verdosos y morados; y hasta
cartuchos de postas había, con su espoleta y que pudimos haber explosionado.
Lo que más me
llamó la atención fue encontrar un bonito tebeo pegado a una de las paredes de
la arquilla. En su portada apareció una caricatura magistral e impecable de
Pepe Iglesias “el Zorro”, aquel hombre tan gracioso y amable, que nos haría
reír en las noches del solitario invierno.
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