Cristóbal
Encinas Sánchez
En el mes de julio se hace la
recolección de los garbanzos. Los braceros están avisados para el día del
comienzo. Se saldrá muy temprano para desplazarse caminando hasta la finca. Son
malos años y aunque el tiempo es seco no se puede retrasar un día la recogida
de las semillas, porque hay miedo a las tormentas y al hambre.
Los
braceros se van poniendo uno al lado del otro para formar un frente común. Por
melgas o “luchas” se van arrancando las matas. El sabor a salitre se propaga con
intensidad.
Al
coger la mata y tirar de ella, las manos indefensas se adolecen y resbalan. Cada
vez más se ve el color de la tierra ya despoblada. Pronto les comenzará a doler
también la rabadilla.
El
manijero mira el reloj. Transcurridos varios minutos, parece tener una avidez
nerviosa por terminar el cigarro recién encendido y le da un bocado. Trata de
disimularlo escupiéndolo en un pañuelo. Cuando pasa otro minuto le propicia otro
bocado, y así durará menos el receso.
Antes
de lo previsto, todos vuelven al corte para aprovechar bien el tiempo, esa es
la consigna. Y el calor se deja caer como si fuera plomo derretido.
El bocado de acero entre los dientes del caballo, le hace segregar a este una espesa saliva. Para quitársela del belfo, resopla y se esparce en la cara de una joven muchacha que, sorprendida, se yergue de su postura y se encara con el jinete:
–“¡Señor!,
haga usted el favor de retirarse de nosotros y de tenernos en consideración.
Estamos postrados toda la mañana, y usted está pendiente de que no dejemos el
trabajo ni un momento. Y, por si fuera poco, nos acosa con el pobre animal, que
bufa, inquieto , y nos lanza sus babas a la cara. ¡Ya está bien! Y encima, ¡qué
bien agarradas están las matas a la tierra!
El jinete se mantuvo alejado del grupo de trabajadores mientras caía el sol. Cuando este se puso, el haza estaba ya limpia de las pinchudas matas, formando haces dispuestos en hileras para ser cargarlos en mulos y barcinados a la era. Ahora se podía descansar con toda la tranquilidad.
El viejo avasallador vagaba distante, callado y torvo, como receloso. Los de más edad sabían que nunca hay que fiarse de las apariencias, porque los tiranos nunca se cansan.