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jueves, 28 de septiembre de 2017

UN AMOR TEMPRANO


Cristóbal Encinas Sánchez

        En mayo pasado se cumplieron ocho años desde que me hicieras la primera confesión de amor, aunque tú no te dieras cuenta. 
El día en que te conocí, ibas a la escuela de párvulos, tan pizpireta y activa, tan embelesada en tus cosas que no reparaste en mí, pero yo te observaba siempre que te veía aparecer. Eras la distracción de todos, y con tus representaciones nos dejabas boquiabiertos.                                     
Fue en el día de nuestra Primera Comunión. Tú ibas con un vestido de seda blanco y una diadema de flores fucsias y amarillas. Estabas realmente encantadora, tranquila, dominando la situación. Recuerdo, desde mi ventana, al verte salir a la calle, cómo te recogiste el faldón para no pisártelo. ¡Qué soltura y donaire!, y tu madre cómo sonreía complaciente. Los ojos te destellaban y aquellos dos rizos, que te hicieron con tanta elegancia, redondeaban tus delicadas facciones. Tu boca, jactanciosa, mostraba dos filas de dientes bien alineados y radiantes.                                                                                                                                                      
Al llegar el momento de tomar el Pan, me miraste de reojo y tuviste una caída de ojos  que hizo distraerme y no pude salir, seguidamente, a recibirlo también. Después me di cuenta de que al hincarme de rodillas, volviste a posar tus humedecidos ojos sobre los míos, largamente, como asintiendo a mi pretensión de amor. Intuí que estabas hablándome puramente de amor,  a mí, que nunca me habías demostrado antes una pizca de interés. Desde ese día comencé a pensar en proponerte formalizar nuestro noviazgo.

Cuando entró el verano, a mi madre la trasladaron a Cataluña y tuvimos que irnos toda la familia. Era el último día de clase y nos despedimos en el aula, delante de tus padres y de los profesores, con un tímido adiós,  como si fuéramos a volver en septiembre. Pero no fue así.                     
En mi nueva residencia hice amistad con otras chicas, pero mi amor seguía teniendo el destino de aquella mujercita de mi pueblo, pues desde nuestra separación nos escribimos porque nos queremos.   
Cualquier día de estos le pediré, sin más dilación, que si quiere ser mi novia, si es que ella no se hubiera decidido aún a pedírmelo.

viernes, 22 de septiembre de 2017

OTOÑO PERFECTO


CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

El otoño va labrando con pulcritud exquisita
los perfiles y colores de todas las plantas.
El paso incansable de los días nos aproxima
al invierno donde todo permanecerá quieto,
latente, para resurgir luego cuando vengan
los cantos de la inusitada primavera
que dejará traslucir sus bendiciones.
Mientras, la estación callada va colgando
las últimas postales en su trayecto nostálgico.
¡Vive!, otoño, que todo lo sugieres y trasminas,
volviéndote a pares de colores infinitos.
Elogiando tu recuerdo
siempre hay alguien que te observa
y te enmarca en un dorado reflejo.

Y tú has de saber que en él
has conseguido ser perfecto.

miércoles, 20 de septiembre de 2017

UN CERDO OBEDIENTE

  Cristóbal Encinas Sánchez
   Un amigo le preguntó a otro, que tenía el raro oficio de porquero, que por qué siempre se jactaba de que sus cerdos le hicieran caso cuando les hablaba para que no se metieran en fincas ajenas. Le respondió que estaban sembradas de hortalizas y para que no las destrozasen los nombraba. Simplemente lo hacía por satisfacción docente, para que aprendieran. 
Reacio el amigo a creerse estas bromas, que le parecían una exagerada tomadura de pelo, le propuso que se echaran una apuesta, allí donde pacían, y comprobarlo por él mismo. El porquero le respondió que no tenía inconveniente en demostrárselo, lo que el otro aceptó de buen grado. Le preguntaría algo muy personal a uno de los cerdos y que este, seguramente, le contestaría. Y que la respuesta se la daría haciendo ligeros movimientos repetitivos de su extremidad trasera izquierda.
Comenzó la prueba. El cuidador se acercó al cochino y con voz susurrante le preguntó:
—¿Cuál es la patita del porquero?  
El cerdo lo miró muy atento, como pensativo, pero no hizo ningún gesto especial con su extremidad, por lo menos de momento.
—Te lo diré de otra manera –le hizo un extraño ruido con la boca: tlo, tlo, tlo...pero nada,
Se acercó un poco más al cerdo, mostrándole la mano y haciéndole un gruñido que él conocía bien: uhrrr, uhrrr... Acto seguido empezó a rascarle el lomo. Y al cerdo, quieto, parecía gustarle. Siguió rascándole por la barriga, pausadamente. Continuó de forma suave, hasta que el marrano dio muestras de querer tumbarse en el suelo. Se arrellanó, cómodamente, sobre su lado derecho. El hombre le rascaba sin prisa alguna y el cerdo resoplaba, ostensiva y placenteramente, de vez en cuando. Este rascar continuo se  alargaba en un ambiente de calma y al animal le producía una ligera somnolencia; le pasaba la mano por  la cabeza, la papada, el pecho, las nalgas.
Con una voz pausada se disponía a hacerle la misma pregunta otra vez, sin dejar de rascarle en el pabellón de la oreja. Le habló como si lo hiciera a una persona ávida de recibir sus palabras. Y en ese instante fue cuando le introdujo el dedo índice en el oído y lo sacudió varias veces a la vez que le decía:
—¿Cuál es la pata del porquero?
Automáticamente, como un resorte, el animal levantó su pata izquierda y con un movimiento convulsivo la zarandeó varias veces queriéndole decir:
—“Esta es la pata, esta es”.
Después de la demostración, descansó el cerdo llevando su pata sobre la otra en reposo.
Con clara notoriedad el porquero se dirigió a su amigo:
—¿Te has dado cuenta, hombre, cómo responde a mi pregunta?
El amigo se quedó un poco extrañado, pero se reía a carcajadas cuando insistió otras dos veces más con la misma pregunta y el animal siguió dando la consabida respuesta.

El porquero, que se había criado en el campo, sabía bien su oficio. Los cuidaba desde que amanecía y los tenía bien alimentados. Atendía solícito si los cerdos se aproximaban a las encinas, indicándole con ello que querían comer bellotas dulces. Él las vareaba y a la vez los nombraba para ver si se habían quedado satisfechos. Y en esas atenciones estaba cuando adiestraba a los más despabilados en cosas que podían hacer gracia a la gente. O por lo menos eso era lo que él decía. 

martes, 19 de septiembre de 2017

ACORRALADO


CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

         Aún no había amanecido cuando oyó movimientos extraños en el huerto y en la calle más próxima. Esto le causaba cierta zozobra y mal estado de ánimo. Se desperezaba un día de frío intenso, casi invernal. En el ambiente había intenso olor a humo, un poco atenuado por otro olor a cebolla que le resultó inusual.                                                                                                                                                                 Con la mosca en la oreja, se levantó muy suspicaz del lugar donde descansaba. Se puso algo nervioso al oír unas pisadas de botas que armaban mucho ruido, como si estas fueran apartando obstáculos del camino. Quiso acercarse a un pequeño agujero practicado en la pared hecha con ripios y yeso, mal encalada, para observar; pero se escondió tras una columna que había tras la puerta y aguantó la respiración, rígido, todo el tiempo que pudo para que nadie reparara en él. Justo en ese momento, oyó un grito que denotaba un dolor terrible,  mantenido durante varios segundos. Ante la situación empezó a temblar de tal manera que no se tenía de pie; por ello optó por echarse al suelo y tranquilizarse para evitar cualquier golpe que él que pudiera producir y lo delatara. 
Esperó recostado, y se cercioró de que la puerta estaba bien ajustada. Mientras tanto, los pasos de alguien se iban acercando, aceleradamente, y la conversación de aquellos madrugadores siniestros  la percibía con nitidez. Entonces, las cerdas de su cuello se le pusieron tiesas como leznas a la vez que un sudor frío le recorrió todo el cuerpo. El corazón le latía con ímpetu descontrolado, como nunca, desaforadamente.
Alguien de grupo deslizaba un útil metálico sobre otro, con cierta pericia, como si estuviera afilándolos. Otro decía, a varios metros de la puerta, que si hacía falta una antorcha para entrar. Una voz conocida y cálida para él respondió, suavemente, diciendo que sí:" Ven tú solo conmigo, los demás, atrás, que no os vea y lo cogeré por sorpresa, no se alarmará".

El  que estaba acorralado vio cómo se abría la vieja puerta de encina, igual que todos los días. Pero en vez de traerle un cubo con comida, su amo le mostró un gancho con la punta afilada y asido por el extremo curvo. Quedó estupefacto. Si en ese momento le pinchan no echa ni una gota de sangre. A continuación reculó hacia el rincón de la zahúrda donde había dormido plácidamente.          
El matarife se le acercó circunspecto pero tratando de propiciar una irónica sonrisa que no cuajaba. De golpe, le echó el gancho a la papada y tiró hacia sí, quedando atrapado por debajo de la mandíbula. Entonces chilló desesperadamente, no podían hacerle sufrir sin razón alguna.        
Suplicó una y otra vez pidiendo clemencia, él era inocente. No le hicieron caso, y lo transportaban casi en volandas. No tenía escapatoria: lo llevaban al cadalso.

sábado, 9 de septiembre de 2017

UN DELITO IMAGINARIO


C ristóbal  Encinas Sánchez

       El señor alcalde, que era muy beato, predicaba las buenas acciones y la reconciliación fraternal. Solía ir al campo a diario para hablar con los braceros, contándoles historias para que pasaran mucho mejor su jornada, que era las más de las veces trabajosa y cansada. Cada día desde su ventana, cuando alguien pasaba por la puerta del ayuntamiento, se fijaba y apreciaba la aceptación que tenía la bandera enclavada en el balcón. Este detalle lo tenía muy en cuenta, y si le hacían el saludo o se cuadraban delante de ella un instante, le satisfacía.
Con el paso del tiempo comprobó que uno de los transeúntes nunca miraba al emblema ni se paraba a hacer, por lo menos, el paripé, cosa que le disgustaba profundamente. Por ello, al señor alcalde se le ocurrió llamarlo, ya que mostraba siempre tan rebelde talante. A través de la ventana de su despacho, le hizo una señal, dando unos ligeros golpes en el cristal, para que entrara a verlo con premura.
A pesar de su asombro, el que fuera llamado supo reaccionar al momento y entró donde se le requería. El alcalde le dijo que si podía hacerle el favor de llevarle una carta urgente al comandante del puesto de la Guardia Civil del pueblo de al lado, para una acción inminente. Ante este panorama, el hombre se prestó a hacer este servicio sin ningún impedimento ni retraso dada la imperiosa necesidad, y guardó la carta en el bolsillo interior de su chaqueta y lo abotonó no fuera a perderla.

Transcurrió una hora y media hasta llegar al cuartel andando, presentándose con la carta en la mano ante el soldado que estaba de guardia. Preguntó por el comandante y si podría entregársela personalmente ya que se la enviaba una autoridad del pueblo. El del puesto le instó a sentarse tranquilamente, pues el jefe estaba ocupado. Le avisaría y, cuando llegara, podría entregarle aquel documento tan importante. Al cabo de un buen rato se abrió la puerta de la pequeña oficina y el comandante entró dando los buenos días. Él se levantó rápidamente de la silla y le respondió con cortesía a la vez que le confiaba la singular carta, sin haber osado siquiera mirar su contenido. Con un gesto recatado y benevolente, el jefe leyó para sí con un suspiro prolongado: "Haga usted el favor de meter a la persona portadora de esta carta, por un período de tres días, en la prevención, por haberle negado el saludo a nuestra bandera". Tras unos segundos de perpleja espera, el comandante, cogiéndolo por el hombro, lo acompañó a la puerta exterior del recinto. Y no solo no mandó ejecutar la inusitada orden sino que le advirtió de que no debía de ser tan cándido y no portar, en adelante, documentos de nadie que le inculparan de un delito imaginario.