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sábado, 16 de marzo de 2019

SE PREGUNTÓ QUÉ HACÍA AQUELLA LLAVE DEBAJO DE LA MESA


Cristóbal Encinas Sánchez
         Eran las dos de la tarde, la hora justa del almuerzo. Solía reunirse la familia en torno a una gran mesa ovalada, y acostumbraba a respetar los horarios porque todos estaban muy atareados. Se juntaban seis comensales aunque uno, el más pequeño, siempre estaba liado con el ordenador metiendo programas nuevos. Su madre le avisaba de que la mesa estaba puesta y entonces lo dejaba todo y bajaba corriendo las escaleras. Las dos hermanas mayores estaban pendientes de que él llegara a tiempo para comer. Tenían algo especial con el joven Antoñito. Todos los hermanos se llevaban dos años, un tiempo prudencial para que se respetaran.
Cuando llegó Antoñito y acercó su silla para sentarse a la mesa, esta quedaba desequilibrada y procedió a moverla repetidas veces. Algo sólido yacía bajo una pata, se agachó para recogerlo y vio que era una llave antigua. Parecía que nadie sabía cómo había podido llegar hasta allí, pero todos sabían que correspondía a la puerta de la azotea donde subía su madre a tender las sábanas.
Durante los últimos dos días nadie subió a tender nada. Había llovido muy intensamente. Lauro, el único hermano, apuntó:
            –A ver si alguien está realizando otros menesteres que no debemos de conocer y por las prisas se le ha caído–. Al decir esto, se aseguró de que la criada no estuviera en el comedor. Otros empezaron a concebir nuevas ideas. La madre contestó:
            –Hoy ha venido un carpintero a traer una caja con las bandejas para la estantería. Tardó cinco minutos en ponerlas junto a la puerta del balcón y se fue, ¿no es verdad, Eleuterio? –dijo la madre, que se dirigió con rotundidad a su marido, el cual asintió–, y yo no advertí que se le cayera nada.
La criada que trajo la olla para que empezaran a servirse se atrevió a decir:
            –Yo no he sido. Ayer, después de subir a la terraza persiguiendo a una escolopendra, que desapareció por una rendija, la dejé en el llavero –era muy expresiva y pormenorizaba, con todo lujo de detalles, el rastreo que hizo con afán de encontrarla. Recordó que esos bichos le causan pánico a la señora–.Al final tuve que desistir.
            Antoñito no se creía lo que con tanto detalle les contaba. Tenía un fino olfato para detectar cuándo alguien mostraba un interés excesivo en algo. Como al resto de sus hermanos no les oyó resollar, él hizo lo mismo. Su madre, que solía reprocharse algunos fallos de memoria, se limitó a decir que subió también por la mañana a recoger unas botas que lavó el día anterior y las dejó en el suelo, y que tal vez al bajar dejara la llave encima de la mesa. Probablemente, al poner el mantel, se había caído sobre la alfombra.
            Al instante, el hermano mayor corroboró que vino de campar por ahí y le dio a su madre las botas. Podría haber sido que, después de barrer la criada el comedor por la mañana, no se diera cuenta; o que sábado no barrió el suelo por estar prácticamente limpio. Los indicios apuntaban a que ocurrió algo imprevisto.
            Hacía años que la terraza de la casa estaba a la misma altura de las de los vecinos. Las tres las había construido un maestro albañil que hizo una reforma en casa de ellos, subiéndola un piso cuando era propiedad de los abuelos. A raíz de aquella reforma, los dos vecinos contiguos, admirados por lo bien que la realizó, optaron por hacerla igual el día que se decidieron acometer la obra.
             Antoñito ató cabos e intuyó que podían estar ante una situación premeditada. El novio de la criada, un muchacho joven como él, que vivía dos números más arriba, podía fácilmente pasarse hasta su casa a través de la terraza, cuando lo desease.
            Después de terminado el segundo plato, tomaron una pieza de fruta. Estaban dispuestos a levantarse de la mesa cuando alguien tocó el timbre de la puerta. Antoñito se levantó de un salto para abrir, pues esperaban a que viniera un policía del Ayuntamiento para recoger una maleta olvidada que su padre encontró en su taxi y que este había denunciado hacía un par de días. Pero no fue así.
            –Soy yo, Carlos, y perdonen por interrumpirles.
Traigo unas botas que estaban en mitad de la calle. Se ve que una racha de viento las ha tirado del muro de la terraza donde estaban –les habló con cierta propiedad.
            Los de la casa no creyeron lo que tan bien expresaba el que estaba al otro lado de la puerta. No era una buena excusa para venir a aquellas horas intempestivas. Algo le tendría que decir a su chica y por eso no esperó a más tarde. La comida se había alargado y el novio calculó mal el tiempo.
            Ahora, la interpretación de los hechos se orientaban en otra dirección. Antoñito volvió a repetir que era muy fácil desplazarse por las terrazas y verse con la chica en el último rellano de la escalera, con la seguridad de que ningún vecino los viera. La madre recordó que el día anterior, subió y puso las botas encima del muro para que se orearan. La puerta estaba entornada. Después vio a Carlos en la terraza del vecino, apretando unas bridas que sujetaban una antena a la pared. Él parecía estar muy concentrado. Ella hizo igual al verlo trabajando como otras veces. Ante la situación, cuando ella terminó de tender, se dio la vuelta, miró hacia el suelo y, tras la puerta, se encontró una llave igual a la que usaba. ¡Qué raro! –se dijo– pero pensó que sería la duplicada que se les había perdido hacía un tiempo. A continuación, se amagó para recogerla, haciendo un gesto simulado como si se le hubiera caído algo. Una vez recogida, la introdujo en la cerradura y echó el paletón a la primera.
            Antoñito le dio las gracias a Carlos por llevarles las botas, cerró la puerta y prosiguió hablando del tema largamente con la familia. La criada permaneció en la cocina fregando y no se inmutó, ni dijo nada al oír la voz de su prometido mientras lo veía por la ventana despedirse.
            A otro día, la chica le dijo a Eleuterio:
              –¿Me hará usted un favor? Dígale a su eposa que me ha salido un trabajo con otra señora que vive más cerca de mi casa, que solo tiene a su marido y a un hijo pequeño. Me paga más que ustedes y la jornada es más corta. Así tendré un horario más flexible y  podré dedicarle más tiempo a mi novio.