Cristóbal Encinas Sánchez
El violín prodigaba sus notas con gran complacencia. Decían
de él que lo había construido Antonio Stradivarius. Ella era casi desconocida:
una viola, fabricada en época reciente, siempre lo acompañaba . Ambos
hacían una pareja envidiable en todos los auditorios que actuaban, sobre todo en
la interpretación de la sonata para violín "El trino del Diablo", de
Giuseppe Tartini.
Para el Concierto de Año Nuevo se presentó un joven
violonchelo para sustituir al más viejo de la Filarmónica. Con sus
aterciopeladas vibraciones entusiasmó a todos los asistentes y no dejó insensible a
la viola. Este detalle no pasó desapercibido para su violín, que le susurró:
–¿Por qué has acortado la nota al finalizar el
movimiento?
–No lo sé, supongo que ha sido porque las notas del nuevo violonchelo
me han distraído.
–¿No será que te ha sorbido el tiempo?
–No, solo he apreciado por un instante la elegancia de su voz.
Su
melodía la había dejado embelesada. Cuando terminaron la última obra, tras la
ovación del público, los instrumentistas fueron a guardar sus instrumentos.
Ella, con mucho recato, le dijo al suyo que la pusiera junto al nuevo violonchelo,
para así tratar de sincronizar sus vibraciones. El instrumentista le respondió que debería ir
junto a su violín que, de no hacerlo así, alguien podría pensar mal. Pero ella
se mantuvo en la misma tesitura.
–¿No crees que, ante los demás, eso podría tomarse como
una infidelidad? –le espetó nuevamente.
–No se lo tome así, que solo es por afinidad.