Cristóbal Encinas Sánchez
Comenzada la labor, un efluvio sube por las
paredes próximas a mi dormitorio que quiere trasminarme, en principio, y
dejarse influir descaradamente.
Mi mujer y yo nos barruntamos los platos que van a ser elaborados en el
día, los que van a tener la suerte de disfrutarse por cada comensal invitado.
Nos suponemos entonces los ingredientes que está utilizando el chef, por
los olores que percibimos, y nos ponemos, a continuación, a cocinar nuestro
plato.
Al final de la sobremesa comprobaremos quién ha cocinado con el mayor
esmero, si los de abajo o nosotros.
Quiero significar que nos
asiste el privilegio de la altura. Con todos los preparativos, los fogones
están haciendo su trabajo en la consecución de los platos de renombre y de la
mano del chef que sabe mezclar las materias primas y dar las proporciones
idóneas para conseguir exquisitos manjares.
A la hora de sentarnos a
la mesa –cada uno en su lugar–, saborearemos lo dispuesto como si fuéramos un
cliente normal y decidiremos, sin miedo a equivocarnos, si nuestra paella
superará sobradamente nuestro reto, o no, comparando con las que ofrecen en el
restaurante, por los comentarios que aportan los usuales parroquianos.
Yo no quiero porfiar, pero
mi mujer en esto de la cocina es un encanto: le pone gran interés y pasión,
echándole todo su tiempo, en particular, a cada ingrediente.