Cristóbal
Encinas Sánchez
En la tarde del domingo los niños
jugaban afanados en la plaza de la iglesia. Se celebraría la misa y los
feligreses se apresuraban a entrar con los últimos toques de campana. Los jóvenes
contaban sus hazañas rodeados de los pequeños entusiastas, a los que mostraban
sus habilidades con el tirachinas.
El de más edad hizo ademán de cargar
una bola de madera de surtidos colores en la badana de su tirachinas. Tensaba
sus gomas con tiento hasta darles su máxima elongación. Hizo varias veces esta
operación y muy seguro, regodeándose, dijo que él era capaz de meter tal proyectil
por el rosetón de la fachada iglesia ya que no tenía cristales. Todos estaban
muy contentos de poder presenciar la gran proeza que proponía el osado tirador.
Otros de su edad, con más malicia, dudaban y discutían. Esto le hizo a él reafirmarse
en su decisión. Tendría el reconocimiento de todos si acertaba, y eso le satisfacía.
Al rato, dentro del templo,
proseguía el sacerdote con los preparativos de la consagración de las especies.
Si el muchacho conseguía introducir aquella esfera, era probable que no le
diera a nadie, pues la nave central tenía poco más de veinticinco metros de
larga. Así que apuntó al centro del rosetón, tensó moderadamente las gomas y soltó
la bola que salió como una exhalación buscando la diana. Segundos después,
todos los admiradores se sorprendieron y quedaron a la espera de que saliera
alguien enfadado de la iglesia o despotricando. Transcurrieron quince segundos
cuando apareció por la puerta el guardia urbano que, con una varilla en la mano,
quería apresar al osado y molesto impertinente. El autor se protegió con el
corro de niños, y se hizo el sonso. Previamente, se había guardado su
tirachinas en el cinto a la altura de la rabadilla y disimulaba bien.
El guardia miró en derredor varias
veces y se fue directo al responsable. Ya frente a él, le interrogó que quién había
sido el que estuvo a punto de trepar, de rebote, el sagrado cáliz. Este,
sumiso, no dijo nada pero el del uniforme conocía perfectamente los
entretenimientos y diversiones de este muchacho, y lo obligó:
–¡Dame el tirachinas! –y el muchacho
se lo dio al momento, como si no supiese lo que acababa de ocurrir–. ¡Que no
vuelva a suceder semejante tropelía –le dijo con cara de estar airado.
El guardia desenredó las gomas y
tiró aquel armatoste al suelo, pisándolo y retorciéndolo para hacerlo mixtos. Rompió
la horquilla de encina y las gomas para lanzarlos posteriormente a la acequia. Le
instó para que se lo dijera a su padre, haciéndole comprender que a la
siguiente vez sería bien escarmentado. Y él no porfiaba.
Nada más traspasar la puerta de la
iglesia, el guardia se sintió orgulloso de haberle dado una dura lección al
muchacho. Los demás, en la plaza, se echaron a reír de una forma explosiva y
jubilosa. De buenas se había librado el chaval, pero habría que esperar a la noche
para cantar victoria.
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