Cristóbal
Encinas Sánchez
Dejó caer de su mano
izquierda el anillo rosa a un charco turbio de la calle. Los transeúntes lo
fueron pisando y nadie lo recogió. Ella permaneció durante algunos minutos a
varios metros de distancia, observándolo. Le recordaba ingratitud, engaño y
olvido. Ya no le hacía falta ningún anillo porque su novio había roto su
compromiso.
—¿Sabes lo que vas a hacer hija? –le preguntó la mayor
de ellas.
—No, madre –y después continuó-, no sé si meterme a
monja o a puta -le salió espontáneamente.
—No digas eso hija mía que ofenderás a Dios sin querer.
Con esa juventud que derrochas, esos colores que te afloran a la cara de buena
persona y con lo guapa que eres, tú puedes conquistar el mundo porque tienes
toda la vida por delante.
—Nosotras te ayudaremos, sin esperar nada a cambio –le
secundó la otra.
Las dos religiosas, a la vez, le ofrecieron las manos
con el ánimo de ampararla y ella las aceptó, con la seguridad de que eran
sinceras. Y una sonrisa cargada de complacencia y de gratitud se adueñó de
ella.
Camino del convento se las vio a las tres. Cuando
llegara el día en que ella se tranquilizara y tuviera las ideas claras, tomaría
la decisión acertada para proseguir su camino.
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