Cristóbal Encinas Sánchez
Esta foto es de mi amigo Juan Quesada Espinosa
Hay un cortijo, adonde iremos este domingo, que está a la izquierda, subiendo por la carretera de la montaña, en
una amplia explanada rodeada de álamos negros. Se ve, por su construcción
rústica, que antes era una cortijada destinada a las labores del campo, que
estaba atendida por varias familias. Ahora
recuerdo que en época estival, cuando éramos jóvenes, estuvimos allí tres días arrancando
garbanzos: mi hermano, nuestro amigo Nicolás y otros doce del pueblo.
Cuando llegábamos al garbanzal,
era todavía de noche, pues nos recogía un camión a las cuatro de la madrugada y tardaba un cuarto de hora en llegar.
Como no podíamos engancharnos a oscuras, y la noche era ventosa, cogimos cada uno
varios haces de trigo de la finca colindante y nos resguardamos con ellos de
las inclemencias. Mientras llegaba la hora, cada uno se dedicaba a pensar en
sus cosas, a comentar cómo se pasaba de bien el verano o a contar las estrellas.
Pero uno de los propietarios del cortijo, que estaba asomado a la ventana
viendo el trasiego, vino a decirnos que, con nuestra actitud, le desgranaríamos
muchas espigas en el suelo. Así que nos pidió que dejáramos los haces en su
lugar, bien puestos y con la disposición preestablecida. No nos cupo otra
solución que buscar cobijo en unos majanos dispersos.
Comenzábamos la arranca con
el primer albor. Al echarle mano a las matas de garbanzos, a veces, había un
cardos entre ellas. Al tirar, te dejaba las manos claveteadas de espinas. ¡Comenzábamos
bien! Después amanecía y seguíamos con el duro trabajo hasta las nueve de la
mañana, hora en la que desayunábamos en recio bajo una encina plantada, posiblemente, para guarecerse y descansar. En toda aquella ladera no había otro espacio más
confortable y buscado que el de su sombra. Y por eso colgábamos allí el hato y dejábamos los cántaros de agua, para que estuviera fresquita.
A la una de la tarde ya
habíamos echado el jornal. Recogíamos lo poco que habíamos llevado, la talega, y nos íbamos andando al pueblo. Unos ocho kilómetros atrochando por pendientes abajo de colinas y
barrancos, cuando el sol estaba en el zenit; pero el calor no nos importaba,
pues tardaríamos poco más de media hora para llegar a nuestra casa y podríamos
descansar en una buena cama espaciosa con sábanas blancas y limpias. Mi hermano
y yo posponíamos el almuerzo, pues estábamos más cansados que hambrientos y
preferíamos echar una buena siesta. Casi anocheciendo, se adelantaba
la hora de la cena. Cuando nos apretaba el apetito, que se despertaba con
nosotros, nos poníamos a comer lo que mi madre nos preparaba: una buena ensalada
con abundantes tomates, pepinos y cebollas. Una buena fritada con aceite de
oliva virgen extra de pimientos del piquillo, con huevos, chorizos, morcillas y tocino
veteado. Quedábamos así plenos, satisfechos, tras el esfuerzo realizado por la
mañana. Por la noche salíamos un
rato a dar una vuelta con los amigos, a tomar unas cervezas y tocar la guitarra.
Volvíamos pronto a casa pues las horas pasaban pronto y el camión nos esperaba a
la hora prevista para "salir de funga", cosa que agradecíamos porque
nos abreviaba, por lo menos, la cuesta arriba.
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