CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ
La fiesta aún no había acabado. Varias mujeres de edad
madura, con ropas desenfadadas para la ocasión, se prodigaban por la plaza
haciendo galas de sus tipos fortalecidos por la gimnasia practicada durante los
últimos años. Se resistían a dar por finalizado el baile. Era sábado y la noche
llegaba a no sentar su providencia.
–¿Seréis capaces de echar un
último baile? con la romántica canción que a alguien le encantará, pues les he
pedido a los músicos que la canten, ¿de acuerdo? –dijo Genoveva a sus amigas.
–Claro
que soy capaz y de bailarla con la penúltima copa –contestó Noelia, muy acalorada.
–Todavía no sabéis quién soy
yo. Que siga la música incansablemente hasta que la luz nos ilumine –respondió Elvinia que instaba
a sus amigas a mover las manos hacia uno y otro lado, rítmicamente.
Todo quedó a oscuras menos el escenario. Los músicos
irrumpieron con delicadeza con las suaves notas del piano. Echarían el resto,
total, de allí irían a la cama. Comenzó la canción con las sentimentales
palabras de "Always on my mind", siempre en mi mente, de Willie Nelson.
Elvinia se quedó perpleja. Los
últimos y apagados muchachos las observaban, pero no animaban a nada y seguían
en sus asientos, adormilados. Ella nunca se habría imaginado aquella situación
sin él. Recordó que hacía dos años que no la escuchaba porque su amado estaba
ausente, y siempre la habían bailado uniendo sus siluetas. Al momento, en su semblante apareció
una mueca de dolor que le hizo separarse del grupo que danzaba entusiasmado, simulando un repentino cansancio.
–Me voy a casa –dijo a sus dos amigas, sin que estas
mostraran inconformidad.
Al doblar la
esquina un hombre enmascarado salió de un portal y la siguió. Le indicó, con
susurros, varias veces que se parara. Le pidió que amablemente le entregara el anillo
de diamantes que llevaba puesto. Ella, poco a
poco, se fue fijando en su cara, tras quitarse el pañuelo que se la cubría. Intuía que su nariz formaba parte de una fisonomía conocida, aunque tenía
abundante barba. Sus ojos le soliviantaron con su profunda mirada, le
despertaban excitación. Notó como un quebranto en su espíritu. Y se echó a
llorar.
–No
puedo hacer eso, porque entonces te daría parte de mi corazón –le respondió ella.
–También
quiero tu corazón. Soy un caníbal empedernido que no puedo pasar sin los
latidos de tu corazón durante dos años seguidos.
Tuvo un momento de lucidez. Había bebido mucho alcohol para olvidar sus congojas.
–¿Acabó tu misión y te han dado el
permiso que tanto necesitabas? –le preguntó ansiosamente.
–Sí, querida mía. Pero
no por las razones esperadas. Hemos huido porque comenzaron a matar a todos los
que estábamos destinados en aquel poblado.
Su voz era calmosa y amable. Ella, más tranquila y acariciada, le colmó
de besos, pues había contado con que no saldría de aquel territorio sitiado.
La televisión había dicho la semana anterior que a los miembros de su
organización los habían acorralado, pero que al final consiguieron huir a
través de las escarpadas montañas.
Ella había deseado tanto su regreso. Su corazón se lo
pronosticaba día a día. Volvió a ponerse el anillo en su dedo y, esta vez, él
le prometió que nunca más la dejaría sola.
Fue la última canción y el sol ya estaba despuntando
por un valle entre los dos pico más altos.
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