Cristóbal
Encinas Sánchez
En los alrededores de una explanada había varias naves
vitivinícolas. Primitivo había llegado hasta la última porque las conocía bien.
Había trabajado allí antes de entrar en la prisión hacía diez meses. Aquel era un
buen sitio para perpetrar su hazaña.
Se había escapado hacía dos días del centro penitenciario
y su ansiedad se acrecentaba. Había cruzado montañas, barrancos y ríos
afanándose en no ser descubierto, con el único aliciente de hacer lo que debía.
Hacía un año que allí había comprado varias hectáreas de viñedos con el dinero
que le ofrecieron por declarar que el criminal propietario de aquellas naves –
y que fue después socio suyo– era inocente de la muerte de una chica joven,
consiguiendo este su libertad. Pero a él se le pusieron las cosas en contra,
precisamente por la sospecha de su reciente adquisición.
La noche anterior había caminado sin descanso hacia
aquel lugar. Durante el día, para que nadie lo viera, se mantenía oculto hasta
caer la tarde. Cuando llegó, se asomó con cautela a una de las ventanas de la
nave donde estaba el lagar y, precisamente, su anterior cómplice manejaba una prensa y todos los
dispositivos para obtener el mosto de las uvas que cortaban a diario.
Hacía una hora que todos los trabajadores se habían marchado.
En el ambiente solo se escuchaba el chorro de zumo caer a la tinaja. Primitivo observaba
y, con sigilo, se acercó a él. Vio que el momento era propicio. Por fin se
abalanzó sobre su presa a traición, golpeándole en la cabeza con un tubo de
hierro. El infortunado cayó semiinconsciente al suelo. Después lo arrastró
hasta la base de la prensa y la paró para ponerla nuevamente en marcha. El agredido,
a duras penas, intentó pedir socorro, tratando de ladearse. El otro le cogió la
cabeza para que no la moviese. Tras un forcejeo inútil se oyó un fuerte crujido.
La sangre brotó profusamente hacia la canaleta para mezclarse inmediatamente
con el mosto.
El presidiario se cercioró bien de que su compinche ya
no respiraba. Viéndolo así, emprendió la huida hacia la puerta trasera de la
nave. A su salida se detuvo porque oyó ladridos. Un perro había olfateado su
rastro y lo había conducido hasta allí. No cabía duda de que la policía estaba
al tanto. El perro atravesó la nave velozmente para dirigirse hacia Primitivo.
Lo persiguió hasta la falda del monte. Una voz potente y segura, detrás de una
gruesa encina, le echó el alto, instándole a que se entregara. Él no hizo caso
y se adentró en la espesura. El policía que le hablaba no cesaba en su empeño
de convencerlo de que no podría escapar. En unos instantes llegó el animal y se
arrojó sobre él con todo su peso. No tenía escapatoria. El resto de policías ya
lo había rodeado.
De vuelta a la prisión fue abucheado por un grupo de
presos jóvenes. Otros, más viejos, le ensalzan por haber tenido la osadía de
escaparse. Pero él intuyó que uno lo observaba aviesamente, con recelo.
Primitivo, al aproximarse a su celda pensó en que la
acción del día le había merecido la pena. Pasó nervioso el umbral de su celda,
y al sentarse sobre su cama se sintió más tranquilo. Había salido indemne al
hacer justicia. Ahora recapacitaba sobre lo que le sucedería mañana, y ya no dormiría
en toda la noche. Aunque no era cristiano, rezaba con profusión.
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