CRISTÓBAL
ENCINAS SÁNCHEZ
El niño era muy
dormilón y hacía caso omiso a las pacientes llamadas de su madre. Se daba otra vuelta
en la cama, encogiéndose y tapándose la cabeza para no oírla. Le contestaba que
ya iría. La pobre mujer le seguía insistiendo con unas palabras que él acogería
con resignación y hasta con gracia.
–¡Hijo!, es
la hora de que salgas a la plaza, que te estarán esperando para ir a trabajar.
–¿Y para qué
voy a ir a la plaza, si yo no soy torero?
Pasaron
otros diez minutos y ella le preparó todo lo que necesitaba y se lo puso encima
de la mesa. Ya no había casi tiempo, y le volvió a arremeter:
–¡Así se te
cortarán todos los caminos! –a lo que él jocosamente respondió:
–¿Es que
están de obras? Pues me voy por las trochas.
La madre
buscaba decirle algo más contundente para que le aflora el amor propio y dejara
la cama. Optó por sacarle el tema del pan, que tanto le gustaba echarse buenos
hoyos con aceite y tomate.
–¡De esa
forma que vas, no se te pondrá el pan duro! –le dijo al oído, burlonamente, a
lo que él le tuvo a punto:
–¡Pues no!,
porque lo compro a diario –. Y se quedó tan pancho.
No podía con
él. Dándole vueltas al asunto, se le ocurrieron varias propuestas:
–Entonces, llévate
el burro a darle un paseo y que coma en esos rastrojos, ya que a estas horas no
te admitirán a trabajar. Y no vamos a tenerlo otro día más encerrado en la
cuadra. Además, he pensado en venderlo. Y a ver si, vendiéndolo, a la vez tú también te
ajustas en un cortijo grande, y asi dejo de llamarte todos los días.
En oyendo
esto, el muchacho dio un salto y se levantó. Este tema no deseaba volver a
tocarlo. No quería separarse definitivamente de su burrito, con el que tantas
veces había jugado y lo había pasado tan feliz.
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