Cristóbal Encinas
Sánchez
Eran
las dos de la tarde, la hora justa del almuerzo. Solía reunirse la familia en
torno a una gran mesa ovalada, y acostumbraba a respetar los horarios porque
todos estaban muy atareados. Se juntaban seis comensales aunque uno, el más
pequeño, siempre estaba liado con el ordenador metiendo programas nuevos. Su
madre le avisaba de que la mesa estaba puesta y entonces lo dejaba todo y
bajaba corriendo las escaleras. Las dos hermanas mayores estaban pendientes de
que él llegara a tiempo para comer. Tenían algo especial con el joven Antoñito.
Todos los hermanos se llevaban dos años, un tiempo prudencial para que se
respetaran.
Cuando llegó Antoñito y acercó su silla para sentarse a
la mesa, esta quedaba desequilibrada y procedió a moverla repetidas veces. Algo
sólido yacía bajo una pata, se agachó para recogerlo y vio que era una llave
antigua. Parecía que nadie sabía cómo había podido llegar hasta allí, pero
todos sabían que correspondía a la puerta de la azotea donde subía su madre a
tender las sábanas.
Durante los últimos dos días nadie subió a tender
nada. Había llovido muy intensamente. Lauro, el único hermano, apuntó:
–A
ver si alguien está realizando otros menesteres que no debemos de conocer y por
las prisas se le ha caído–. Al decir esto, se aseguró de que la criada no
estuviera en el comedor. Otros empezaron a concebir nuevas ideas. La madre
contestó:
–Hoy
ha venido un carpintero a traer una caja con las bandejas para la estantería.
Tardó cinco minutos en ponerlas junto a la puerta del balcón y se fue, ¿no es
verdad, Eleuterio? –dijo la madre, que se dirigió con rotundidad a su marido,
el cual asintió–, y yo no advertí que se le cayera nada.
La criada que trajo la olla para que empezaran a
servirse se atrevió a decir:
–Yo
no he sido. Ayer, después de subir a la terraza persiguiendo a una
escolopendra, que desapareció por una rendija, la dejé en el llavero –era muy
expresiva y pormenorizaba, con todo lujo de detalles, el rastreo que hizo con afán
de encontrarla. Recordó que esos bichos le causan pánico a la señora–.Al final
tuve que desistir.
Antoñito
no se creía lo que con tanto detalle les contaba. Tenía un fino olfato para
detectar cuándo alguien mostraba un interés excesivo en algo. Como al resto de
sus hermanos no les oyó resollar, él hizo lo mismo. Su madre, que solía
reprocharse algunos fallos de memoria, se limitó a decir que subió también por
la mañana a recoger unas botas que lavó el día anterior y las dejó en el suelo,
y que tal vez al bajar dejara la llave encima de la mesa. Probablemente, al
poner el mantel, se había caído sobre la alfombra.
Al
instante, el hermano mayor corroboró que vino de campar por ahí y le dio a su
madre las botas. Podría haber sido que, después de barrer la criada el comedor
por la mañana, no se diera cuenta; o que sábado no barrió el suelo por estar
prácticamente limpio. Los indicios apuntaban a que ocurrió algo imprevisto.
Hacía
años que la terraza de la casa estaba a la misma altura de las de los vecinos.
Las tres las había construido un maestro albañil que hizo una reforma en casa
de ellos, subiéndola un piso cuando era propiedad de los abuelos. A raíz de
aquella reforma, los dos vecinos contiguos, admirados por lo bien que la
realizó, optaron por hacerla igual el día que se decidieron acometer la obra.
Antoñito ató cabos e intuyó que podían estar
ante una situación premeditada. El novio de la criada, un muchacho joven como
él, que vivía dos números más arriba, podía fácilmente pasarse hasta su casa a
través de la terraza, cuando lo desease.
Después
de terminado el segundo plato, tomaron una pieza de fruta. Estaban dispuestos a
levantarse de la mesa cuando alguien tocó el timbre de la puerta. Antoñito se
levantó de un salto para abrir, pues esperaban a que viniera un policía del Ayuntamiento
para recoger una maleta olvidada que su padre encontró en su taxi y que este
había denunciado hacía un par de días. Pero no fue así.
–Soy
yo, Carlos, y perdonen por interrumpirles.
Traigo unas botas que estaban en mitad de la calle. Se
ve que una racha de viento las ha tirado del muro de la terraza donde estaban –les
habló con cierta propiedad.
Los
de la casa no creyeron lo que tan bien expresaba el que estaba al otro lado de
la puerta. No era una buena excusa para venir a aquellas horas intempestivas.
Algo le tendría que decir a su chica y por eso no esperó a más tarde. La comida
se había alargado y el novio calculó mal el tiempo.
Ahora, la interpretación de los
hechos se orientaban en otra dirección. Antoñito volvió a repetir que era muy
fácil desplazarse por las terrazas y verse con la chica en el último rellano de
la escalera, con la seguridad de que ningún vecino los viera. La madre recordó
que el día anterior, subió y puso las botas encima del muro para que se
orearan. La puerta estaba entornada. Después vio a Carlos en la terraza del
vecino, apretando unas bridas que sujetaban una antena a la pared. Él parecía estar
muy concentrado. Ella hizo igual al verlo trabajando como otras veces. Ante la
situación, cuando ella terminó de tender, se dio la vuelta, miró hacia el suelo
y, tras la puerta, se encontró una llave igual a la que usaba. ¡Qué raro! –se
dijo– pero pensó que sería la duplicada que se les había perdido hacía un
tiempo. A continuación, se amagó para recogerla, haciendo un gesto simulado
como si se le hubiera caído algo. Una vez recogida, la introdujo en la
cerradura y echó el paletón a la primera.
Antoñito
le dio las gracias a Carlos por llevarles las botas, cerró la puerta y
prosiguió hablando del tema largamente con la familia. La criada permaneció en
la cocina fregando y no se inmutó, ni dijo nada al oír la voz de su prometido
mientras lo veía por la ventana despedirse.
A
otro día, la chica le dijo a Eleuterio:
–¿Me hará usted un
favor? Dígale a su eposa que me ha salido un trabajo con otra señora que vive más
cerca de mi casa, que solo tiene a su marido y a un hijo pequeño. Me paga más que
ustedes y la jornada es más corta. Así tendré un horario más flexible y podré
dedicarle más tiempo a mi novio.
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