CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ
En
la adorada pradera se asoma la penumbra brumosa
que
embarga a la callada tarde, solemne,
y
nos anda buscando, ¡siempre nos ronda!
Tengo
que hacer un alto en el camino.
Me
pierdo en la arboleda, con el río al fondo,
buscando
en los recovecos de pedregosos bancos
donde
estuvimos sentados aquel día.
Aguardan
allí mis esperanzas
y
mis viejos recuerdos en la barca,
y un caballo que corre hasta una nube y salta.
Con la luz de las marcadas puestas de sol
que iluminan mis tardes,
solazado a la espiga de tu talle,
nos íbamos arrullando en la espesura.
Pero ahora estoy solo, ando perdido en esa niebla
que se sujeta al río hasta llegar el alba,
sin encontrarme a nadie para hablarle,
asomándome entre los troncos
como una presa que está desprotegida.
Miro al cielo, no es posible alcanzar
los deseos allí nacidos.
Todo se oscurece y nadie me ve.
Sueño abrazar tu profundo aliento,
el remanso cálido que eres
que me hace elevar en la angostura.
Corro entonces como caballo desbocado
y como un ciento de ellos expreso mis delirios,
rompo en lloros con el silencio de mi alma.
Impertérrito yago en el olvido
como en tantas noches pasadas
en que monstruosos sueños me han seguido.
Busco en la ladera verde una pista
del prominente montículo, señal propia de su estado.
¿Será ella más que tierra y solo tierra sus entrañas?
La busco, y al no hallarla me pierdo corriendo como
loco.
Se acerca la noche y el río se abre ante mí.
Ni un resquicio de luz se queda a acompañarme.
El reflejo de mi ilusión desaparece.
Vuelvo a mirar el río, ya no debo ser yo,
que me confundo entre sus murmullos.
Pero todavía conservo las flechas que apuntan al
futuro,
que en mi corazón albergan más sorpresas
y que irán a buscarte y decirte mañana que te espero.
Aquí me quedo
mientras tanto,
poblándome de tierra tuya en la inmensa soledad de mi
océano.
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