LA MUJER DEL SEPULTURERO
Cristóbal Encinas Sánchez
Un
pacto con la comunidad del más allá parecía haberle facultado a aquella mujer
para ostentar poderes extrasensoriales, adelantarse a los acontecimientos y
sacar a la luz cosas olvidadas.
Decían haberla visto una noche,
rodeada de una aureola cuando iba al cementerio a visitar alguna tumba o algún espectro
que tal vez, por indicios, quisiera ponerse en contacto con ella. Corría con
las manos abiertas dirigidas al frente, absorbida y tratando de alcanzar a otras benefactoras e invisibles.
La vida de esta mujer era sencilla. Se
limitaba a sus quehaceres del hogar, salvo cuando había algún entierro, que se
volcaba en ofrecer a la familia del fallecido el consuelo reparador. La noche
del deceso, preparaba el pequeño incensario para quemar todas las esencias disponibles
hasta el amanecer, propiciando un ambiente de recogimiento.
Su marido, el sepulturero, era un hombre
caritativo, piadoso. Esto se apreciaba en la forma de tratar los cuerpos exánimes que, raras veces, venían
sin meter en la caja. Los transportaba en un carro viejo dedicado a este uso, preparado
en la puerta del cementerio para los que careciesen de medios para celebrar el
sepelio. Entre ellos destacaban los vagabundos y los que venían de lugares
lejanos a realizar trabajos de temporada, y que vivían en cortijos ruinosos, chabolas
o chozas.
La gente del pueblo se ayudaba ante las
dificultades y más en estos casos. El carpintero siempre disponía de un par de
troncos gruesos de álamo para solventar la situación. Cuando oía las campanas doblar
a duelo, él sabía que tenía que preparar la caja. Si los dolientes podían
pagarle su trabajo, lo aceptaría y si no le pagaría, como siempre, el
sepulturero.
El acto de desubicar el cadáver y llevarlo
a la caja era un acontecimiento. Él lo sujetaba con cariño, por la espalda, como a cuerpo santo;
con un paño mojado le lavaba la cara y lo peinaba. Después le daba un beso en
la frente y miraba hacia el cielo. Exhalaba su aliento sobre él implorando una
oración corta. Parecía que sus palabras salieran de la boca del difunto, con un
deje adolecido pero también de esperanza. Las decía con la seguridad del que,
iluminado, salvaría las dificultades del inescrutable camino.
Al acabar el rezo y con un leve gesto, a su
mujer, era suficiente para que esta comprendiera que debía ayudarle en el
transporte definitivo. Después le cruzaba las manos sobre el pecho, en señal de
resignación y consuelo. Sus ojos arrasados de lágrimas expresaban su pesar, y
daba la sensación de haberlo sentido como a un hermano, ahora, que no podía nadie
ser el beneficiario de sus acciones.
La
mujer del sepulturero nunca había sido ajena a la trascendencia de la muerte de
una persona, ni a la ayuda que le prestaría a un cuerpo que un día fuera joven
y tal vez hermoso. Por ello, ayudaba a su marido en presentarlo con el mejor
aspecto. En el futuro, también ella orientará al de su
marido en el último viaje. Permanecerá junto a él en la tierra que le dará el cobijo
definitivo. Lo impulsará con todo su esfuerzo para presentarlo al Todopoderoso. Aquella mujer todo lo sabía porque él se lo había enseñado desde el mismo día en
que la encontrara sola.
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