Cristóbal
Encinas Sánchez
Había estado a la espera toda la
noche. Cuando su amo entró en el establo, le dio suelta y salió al patio
como un torbellino. Su pelo negro y su crin larga al viento me hicieron
presagiar que realizaría un encuentro completo. El día anterior no hubo suerte, pero hoy
Tritón presentaba más disposición y ahínco.
Castellana era una yegua soberbia,
de buena planta, de más de uno cincuenta metros de alzada. Su pelo, de color
tordo pistacho, brillaba como signo de buen cuido. Ahora esperaba, al sol del
mediodía, atada a un olivo. Su cuerpo cautivo no tendría la posibilidad de
escabullirse.
El amo se aproximó al caballo y lo atrapó.
A continuación le entregó las riendas al mozo para contenerlo un poco apartado.
Después se dispuso a hacerle las ataduras de rigor a la hembra, en estos casos. Con dos cuerdas hizo sendos nudos escurridizos por encima de las pezuñas de las
patas traseras. Los otros dos extremos de las cuerdas los pasó por la parte
superior de los húmeros de las patas delanteras, y tensando los anudó. Para
terminar la delicada y peligrosa labor de sujeción, ató los dos cabos sobre su lomo.
Así no podría cocearle ella, si no estaba lo suficientemente receptiva al
garañón.
El caballo estaba muy nervioso ante
aquella tediosa espera. El amo trató de calmarlo y lo llevó, por fin, a los
pies de la infecunda. Estaba un poco desarbolado por el fallido intento
del día anterior, pero ahora se disponía a conseguirlo en la inminente
incursión.
A la voz exhortativa de su amo,
respondió el gañán encaramándose y apoyando sus manos sobre los gruesos costados
de la bien hallada. Ella, recelosa de lo que pudiera acontecer, no hacía más
que moverse para tratar de quitárselo de encima. No lo conseguía, dado el
estrecho margen que le permitía la elasticidad de las cuerdas. El insigne
caballo tuvo que hacer una renuncia y desmontar. Enervado, relinchaba,
jadeante, sin cejar en su empeño. Entonces hizo un gesto único y sorprendente:
elevó la cabeza y abrió la boca esbozando una expresiva sonrisa. Era el preludio
del intento definitivo, y el amo lo aprobó.
Enhiesto, pero torpe, el unicornio
no llegaba a localizar la precisa angostura y, zigzagueando, la buscaba. Era el
momento de la ostentación portentosa de sus atributos. La bordeó con su badajo,
se centró y, por fin, la penetró.
No hubo
tiempo para más. Tras una tenue sacudida, reculó el caballo y, de estar
ovulando la hembra, era seguro que la fecundaría. Como impelido por un volcán y
apoyando sus cascos delanteros en la tierra, dejó claro que su cuenta estaba saldada.
Acto seguido,
sin demorarse, el amo deshizo las ataduras para liberar a la esclavizada.
Con una buena
gavilla de alfalfa y un pienso extra, mimó al fiel Tritón. Ahora, laureado y
tranquilo, intentaba recuperar sus desgastadas fuerzas.
(FOTO DE CABALLO TOMADO DE INTERNET Y ES PROPIEDAD DE SU AUTOR)
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