Cristóbal Encinas
Sánchez
A primera hora de la mañana, a
un empleado que entró a su puesto de trabajo le dijo el encargado: “Hemos
discutido esto muchas veces y hoy hemos pensado en tener el día sin
palabras. Todos los demás están de acuerdo y espero que tú también. Si
fuera urgente o necesario, no dudes en hablar; pero piénsatelo si el
tema no tiene importancia".
Trataban de comprobar si el día sería altamente aprovechado y rentable para
la empresa, con todas las garantías de hacerlo con los requisitos y
exigencias establecidas previamente.
Veía, el recién llegado, cómo sus compañeros se dedicaban a su tarea. Esto
sería el principio, para ir atando cabos y tomar ciertas actitudes. A las dos
horas el operario ya se hacía un montón de preguntas. Alguien les volvió a
recordar la obligación de hablar en caso de necesidad, pero nadie puso oído al
consejo.
Él intentó llamar por teléfono para confirmar el estado de ciertos
permisos concedidos verbalmente, pero después de tantos días, se podía
esperar a mañana.
Cayó en la cuenta de que nunca le había preguntado a su compañera –le
vino esa idea de pronto– si hubo algún tiempo en que ella lo quiso con frenesí
o si lo había deseado alguna vez. Una mirada deseosa le lanzó ahora, pero ella
no le dio la respuesta, porque no le comprendió. Fue una tontería, pero quería
saberlo, precisamente hoy. "Mañana, mis deseos de preguntarle se harán más
fuertes, después de estar pensando todo el día en ello", se
respondía a sí mismo. Así se relamía los labios, intentando recordar
una frase sugerente y justa, pero no sería consecuente con la premisa del día.
Sentía temor por si las palabras no fueran apropiadas, convincentes o
necesarias y se mordía la lengua para que no se le escaparan.
Recordó las expresiones de condolencia para un amigo –que su padre
había fallecido–, y que en su momento, en el proceso de su enfermedad, no
fue capaz de preguntarle, y que le dieron vueltas en la cabeza en aquel momento.
Esto le amargaba ahora y le producía tan incontenible dolor que un compañero le
hizo un ademán para preguntarle qué le ocurría, pero él le sonrió dándole a entender que no
le pasaba nada, solo se había emocionado un poco. ¡Cuántas palabras había
dejado de decir a su mejor amigo!, después de transcurrir dos años, sin hablarse
casi, ni por teléfono, salvo una vez por Navidad. Tantas actividades realizadas
juntos y sin haber referido nunca lo bien que lo habían pasado.
Ahora pensaba en la necesidad de tener que expresar tantas cosas que echaba en falta. Pero eso no podía ser este día.
Notó que la gente iba solo a lo suyo,y no merecía la pena
pararse con muchos de ellos, y perder tres segundos de su tiempo. Sin
embargo, aprendió que a otros debería de haberles prestado más oído, incluso
preguntarles con fruición para que se explayaran con su sabiduría.
Al final de la jornada hubo algunos maleducados que al irse no dijeron ni
adiós. "¡No merecemos ni un adiós!", llegaron otros a comentar ante
las miradas que comenzaron a ser odiosas, inquisitivas, distantes, torvas. Varios dieron
muestras de irse con un gran dolor de cabeza, de impotencia y de improvisada cortedad, al
evitar todas las preguntas.
"¡Adiós!", "Pues adiós".
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