Cristóbal
Encinas Sánchez
Mi padre compró un burro grande para que
nos ayudara en las labores del campo, a sacar la aceituna al cargadero y a transportar
la leña que nos hacía falta en el invierno. Era un burro joven de cuatro años
que no estaba muy trabajado, sin experiencia, ni metido en otros avatares que
no fueran los de pastar en las riberas de las acequias y la de buscar las
espigas del cereal en los rastrojos en época veraniega. Mis padres disponían de
una pequeña finca con un cortijillo donde guardábamos las herramientas
que nos hacían falta: unos lienzos, la criba, sacos, varas y dos espuertas.
Los hijos de
nuestros vecinos colindantes jugaban con mis hermanos y conmigo casi todos los
días. Nos gustaba subirnos al burro y hacer carreras, aunque a este no le
apetecía demasiado. Nos pasábamos las horas, después del colegio,
interminables haciendo lo que nos daba la gana, pescando en el río,
inspeccionando las cuevas, motivos por los cuales teníamos la ilusión de estar
siempre inventando cosas. Teníamos confianza mutua, y ellos sabían que mi
padre nos había dicho que era muy importante no perder de vista al burro, por
lo que ellos nos ayudaban a vigilarlo. Nos había costado una fortuna, cinco
mil pesetas -el valor de una casa-, que nos prestó el banco a un interés
elevado, y que no pagaríamos hasta pasados seis años. Esa era la mayor preocupación
de mi padre.
Un día en el
que me entretuve unos minutos en un rodal cortándole un haz de hierba, no lo vigilé, y fueron
suficientes para que el asno desapareciera. Cuando me di cuenta comencé a andar
desasosegado, como un loco, corriendo de un lado para otro, subiendo y bajando
por las laderas hasta el río, entre los álamos; pero nada, se había esfumado
como por ensalmo.
Me fui a mi
casa y se lo comenté a mi padre, que acababa de llegar. Él me lo notó al
instante, por eso le dije sinceramente lo ocurrido: "Me he distraído
preparando el haz, y olvidé tu encargo de no perderlo de vista por nada del
mundo". A continuación me dio dos tortas buenas que sonaron con estrépito.
Mi hermano mayor, que estaba allí, no hacía más que repetir que el burro no
podía estar muy lejos del lugar donde lo até. Eso acalló su ira, puesto que
habría ido, sin dudarlo, a algún lugar donde hubiera mejores pastos; que nadie
podía haberlo robado porque había mucha gente del pueblo por los alrededores.
Los que me fui encontrando me aseguraron que nadie sería capaz de robarlo.
Nuestro
Garbancito no estaba al tanto de conocer a otras burras que pacían en los ribazos,
pues era joven para ello, pero nuestros vecinos se encargarían de hacerlo. Ellos
tenían una burra en edad fértil y se les ocurrió la feliz idea de aprovechar mi
despiste para llevárselo y encerrarlo en un espacio flanqueado por grandes
piedras casi imposibles de traspasar, solo había un hueco para entrar en el
recinto, y como eran conocedores del
lugar lo metieron por allí.
Cuando ya
estábamos, mis hermanos y yo, hartos de
buscarlo y de alejarnos cada vez más del lugar en que lo dejé careando,
decidimos a la caída de la tarde volver al sitio, y seguir sus rastros. Pero no
fue así. ¡Cuánta fue nuestra alegría al ver al burro en el mismo sitio en que lo
dejé!
Presto corrí
a decírselo a mi padre, que estaba con mi abuelo quitándole dramatismo al
hecho. Así que les repetí varias veces a los dos: "Garbancito no está
perdido, está en el mismo sitio que lo
dejé". En ese momento, mi padre mostró mucha alegría y un poco de
pena, seguramente por haberme dado las dos guascas. Entonces traté de
explicarle que ya no me dolía nada y que estaba muy feliz.
Meses más
tarde nos enteramos de que fueron nuestros vecinos los que se llevaron el burro
para ver si al siguiente año tenían un pollino que, sin lugar a dudas, pariría
su burra.
Y así fue
como mi Garbancito tuvo su primer hijo. Después aprendimos el juego de
seguir llevando a la pareja al mismo recinto, y ver cómo se las arreglaban para
conseguirlo. Y fue muy divertido.
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