Cristóbal Encinas Sánchez
Relámpago, al levantarse de la siesta, siguió un rastro de
papeles de celofán tirados en el camino en dirección a un antiguo castillete.
Un olor de fantasía inundaba el ambiente que le hacía relamerse. Su boca manaba
saliva en exceso y su estómago mostraba síntomas de querer albergar un apetitoso
manjar. Por el muro exterior que rodeaba, como salvaguarda, la vieja torre ya
derruida, andaban jugueteando dos niños, y parecía que escondieran algo
llamativo entre los huecos de las piedras. La intención de ellos era clara, a
la vez que simulaban no ver a nadie. Querían atraer a Relámpago y que entrara
en su juego. Un tercer niño hacía el paripé de buscar a sus compañeros y fingió
sorprenderse cuando encontró aquellas delicias en el muro. Daba saltos de alegría, a la
vez que exclamaba:
–¡Están de rechupete, qué ricos! –eran caramelos.
A continuación tiraba la vistosa envoltura para que
Relámpago se fijara dónde caía y fuera a deleitarse con su aroma. Y así fue. Se
acercó al insaciable niño que le ofreció sus
exquisiteces, mientras los otros dos niños se perdieron tras una esquina
del muro. A Relámpago se le caía la baba por las comisuras, pues él era un golimbro
empedernido y lo siguió atento con la pretensión de probarlos.
–¡Qué ricos están!, toma uno. Te gustará saborearlo.
Si vienes a mí te vas a hartar –le dijo el niño con una sonrisa amplia y
pícara.
El niño continuó con la búsqueda de aquellos dulces. ¡Qué
felices recuerdos le traían!: frutas de Aragón, figuritas de
chocolates blanco y rosa, pequeños roscos de vino y hojuelas con miel. La
simpatía del niño que le hablaba y le ponía en su boca tantas golosinas, le
hizo confiarse y echarse a sus pies. Desde ese momento la trampa estaba urdida.
Mediante un collar de fácil colocación y una cuerda fina de pita, el niño, tan
desenvuelto, lo fue enredando hasta que no pudo escapar. Al instante, los otros
dos rapazuelos, que estaban al acecho, aparecieron de súbito, montados sobre un
burro albardado. Le pusieron un cabestro para llevarlo de reata y lo jalearon,
para perderse en dirección al río. Atravesaron por un vado y estuvieron a punto
de caerse en la empinada cuesta hacia el pueblo.
A Relámpago le cambió el semblante: se imaginó lo
peor, su confinamiento, y se estremeció. Aparecieron al final de la calle donde
vivía su antiguo amo. Entonces comenzó a latir, desesperado, mientras se metía
por entre las patas del animal que estuvo a punto de pisarlo. Sus raptores no
precavieron que él, aunque temeroso, no estaba dispuesto a seguirlos sumiso,
pues sabía lo que le esperaba por haberse fugado. Con mucho ánimo y paciencia
esperaría un descuido de sus secuestradores. La oportunidad
llegaría cuando pusieran ellos los pies en la tierra, al acercarse a
un abrevadero para dar de beber al asno.
Con mucha sed bebía el animal, concentrado en dar
voluminosas tragantadas. En ese momento relajado se le ocurrió a Relámpago
saltar con ímpetu sobre el agua, produciendo un desbordamiento que
asustó al equino, que dio tal espantada que, si el niño no se anda listo y
suelta la cuerda con la que lo sujetaba, le hubiera despedazado pisoteándolo brutalmente.
Esa fue la ocasión que el perro había estado esperando, y
supo aprovecharla para alejarse de aquellos farsantes, a una velocidad tal
que en varios segundos desapareció en la espesura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario