CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ
Mi padre era un trabajador,
sin trabajo fijo, que se metía hacer todos los trabajos que le encargaran. Tenía
a mi madre y a seis hijos a los que alimentar y una chimenea, de un antiguo
tejar, de quince metros de altura, que le ofrecieron para tirarla al suelo en el
mes de enero, porque le cayó un rayo y podría caerse sobre la carretera.
La tarea era harto difícil de acometer y, con los medios de que disponía él, mucho
más, porque eran ningunos. Solo tenía sus brazos y su habilidad.
En todo su trayecto vertical, tenía la chimenea unos hierros anclados en
forma de uve, que servían para agarrarse y trepar por su interior. Con la gruesa
capa de hollín adherida al paramento, no era muy placentero comenzar picando y desprenderse el untuoso polvo negro, pero no había otra alternativa.
Por la mañana, con una bufanda vieja se cubrió la boca y la nariz, para
meterse en faena. Se ató con una buena cuerda de esparto, que le hizo mi
abuelo, y colocando el pie en cada uno de los estribos fue ascendiendo por el
interior de la chimenea. Cuando llegó
arriba, ondeó el pañuelo blanco para avisarnos, y en el extremo de la soga,
que llevaba atada al cinto, le amarramos una pequeña escoda. Ahora vendría lo más
peligroso.
Comenzó a descubrir ladrillos de en la obra y los dejó caer hacia
afuera. De vez en cuando tenía que bajar para tomar aire limpio y lavarse los
ojos.
Cuando llevaba más de diez metros de derribo, encontró una pequeña caja
inserta en la pared, recubierta con cinta gruesa de amianto.
Para extraerla hizo palanca con el filo cortante de la herramienta. La extrajo
sin mucha dificultad, la examinó y optó por bajarse. Ya en el suelo, se dispuso
a abrirla, y dentro se encontró con que había un pergamino y un plano
dibujado con una leyenda. Allí venía bien especificado que en la base de la
chimenea, en el primer sótano, había enterrado un cofre con herramientas
de orfebrería, que además contenía quinientos doblones de oro del tiempo en que
los últimos españoles vinieron del Perú. Eran de un naufragio que tuvo
lugar frente a las costas de Cádiz.
Con cuánta alegría se subió mi padre otra vez por la chimenea, y con tantas
ganas de terminar su derribo. Sudaba sin parar y, a pesar del frío que hacía,
fue sacando los ladrillos uno a uno.
Una vez echada al suelo, fue y buscó en su base, donde marcaba el plano, el cofre de metal inserto en una hermética arqueta hecha de hormigón, identificada por la inscripción que estaba próxima al paramento.
Desde su hallazgo, mi padre había tomado nota de las indicaciones que le daba
un amigo suyo de la Administración, entendido en estos menesteres. Así cambió
el curso de nuestras vidas y fundó una pequeña empresa.
A comienzos del otoño, la cigüeña se encargó de traernos a dos hermanos más,
que fueron los que continuaron, de mayores, con la labor emprendida por mi
padre. Y ya nunca nos faltó el trabajo.
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