Cristóbal Encinas Sánchez
Soy un adicto
a tener fotos tuyas. A pesar de ser muchas las que tengo en mis álbumes
numerados, te sigo haciendo cada día las que puedo. Me asomo a la ventana hasta que te veo pasar. Tu silueta me llama,
y aunque no te reconozca desde lejos, sé que eres tú al comienzo de la calle.
Has
cambiado mucho, últimamente, de aspecto, de ropa –¡cuántos colores!-, cuando vas
al mercado y al gimnasio. El otro día te eché más fotos cuando te ponías el
chándal y, después, al quitarte la primera prenda ya en tu casa. Estabas
realmente magnífica con el pelo suelto, misteriosa y profunda.
Esta tarde subí por la escalera del parque y no te
esperaba allí. Te oí cantar en el pequeño anfiteatro que nos albergó, casi
desapercibidos, en aquellos días de invierno. Te vi allí con tus hijos y
estabas muy ilusionada en la representación que hacíais. Yo permanecía detrás
de los espesos setos, vigilando. De pronto, desapareciste y no supe dónde te
habías metido: jugabas a las escondidas en el laberinto. Y me asusté un poco,
hasta que, por fin, tus hijos reían contigo a carcajadas, clamorosamente.
Después, se me perdió tu voz en la espesura de los árboles. Fue en ese momento cuando
tuve la sensación de que era el último día que te vería. Empezaba a oscurecer.
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