Cristóbal Encinas Sánchez
Ha comenzado la
recolecta de la aceituna. Son las siete de la mañana y aún no ha amanecido. La
gente comienza a levantarse y a deambular por la calle, prepara sus comidas y
arregla a sus animales. A las ocho hay que estar dispuesto para encaminarse al
tajo.
Otra
de las cosas buenas que tiene la recogida de la aceituna es que los jóvenes
pueden estar más próximos a la chica que les gusta, sin levantar sospechas, y
estar juntos para demostrarse su apremiante y generoso amor.
A las nueve los
aceituneros ya están en la finca, esperando a que el manijero dé la orden para
continuar la tarea. Un grupo de cuatro o cinco hombres cogen las mantas, o
lienzos, para extenderlos en la base del primer olivo. Cuando están
desplegados, estos comienzan a acariciar con sus varas las ramas con precisos
golpes, con insistencia. Los que portan las más largas, van por los alrededores.
Los que van por arriba usan las piquetas,
que son más cortas, y suelen subirse los más jóvenes, que llegarán hasta los
copos.
Hay un tercer
vareador, que con una vara entrecorta va espulgando por la parte interior del
olivo. Entre todos van calando las ramas, buscando las aceitunas donde estén, y
procurando no dar de frente porque salen como proyectiles y te pueden dar en un
ojo.
Hay que referir que
entre ellos hay una perfecta compenetración que les lleva a realizar un trabajo
limpio en un tiempo aceptable, tirando al suelo la menor cantidad de tallos y
dejando la mínima cantidad de frutos en el árbol. Eso le da brillo al grupo.
Allá están las
mujeres con sus esportillos, agachadas, sufridas. Recogen las aceitunas que yacen
en el suelo, que cayeron antes de madurar, debido al viento o a la sequía. A
veces están muy clavadas en la tierra y cuando caen heladas no se pueden sacar,
hasta que el sol da con generosidad. Pero ellas usan unos dediles hechos de una
bellota de coscoja para protegerse el índice. Sin entretenerse, van recogiendo
una a una de las soladas y las del salteo hasta que llenan sus esportillos. Realizan
el trabajo más penoso porque es donde se pasa más frío y se va más arrastrado.
Después vendrá un
muchacho con un saco para vaciarlas y las llevará
hasta la criba o zaranda. Allí se van apilando los sacos para quitarles
las piedras, las hojas y los tallos que siempre traen. Ya limpias, se van
llenando en sacos de yute para cargarlas después en mulos y burros y llevarlas
al molino.
El mayor disfrute
llega con el almuerzo, cuando se abren las talegas, o las capachas, y se sacan
las morcillas, los chorizos, torreznos y ensaladas. Para el postre, nueces,
naranjas, granadas, higos y almendras que son un manjar apetecible. Es el
momento en que se le da suelta a los chascarrillos e historias antiguas, al
lado de la lumbre que calienta los huesos y reconforta, entonando el cuerpo
para poder echar la tarde.
Al terminar la
jornada, cuando ya se está cansado de dar palos o de estar tirados al suelo, el
manijero da la voz que todos ansían oír, y se disponen a recoger los arreos y
guardarlos. La jornada ha sido dura. Ahora a descansar. Pero aún hay que volver
al pueblo, y la mayoría de las veces, caminando. Después habrá que atender los
asuntos propios: la familia, ir a la tienda, preparar la comida, e ir por agua
a la fuente. Algunos tendrán que arreglar a sus animales.
Así culmina un día
rutinario; abrochado el jornal, pueden vivir sus familias.
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