Cristóbal Encinas Sánchez
Se asomó un gato negro a la puerta
entreabierta de la casa y subió escaleras arriba como si ya supiese adónde iba.
Olisqueaba y miraba con calma. Siguió su camino hasta las cámaras. Recordaría que
allí hubo ratones una vez.
Relámpago, el perro de la casa, echado
sobre el suelo del zaguán, parecía dormitar en la calurosa tarde y no reaccionó
en el momento, dejándolo pasar. A los pocos segundos se levantó ávido y fue a
buscar a su ama que estaba en la cocina, dándole muestras de alegría y
nerviosismo. Hizo que lo siguiera dando pequeños y amortiguados saltos. Volvía
la cabeza de vez en cuando para comprobar que su ama le había comprendido: un
intruso debería dar la cara sin contemplaciones.
Llegaron los dos sigilosos al
lugar en donde estaba el felino. Entre un montón de trastos viejos se le oía y Relámpago,
agazapado, lo esperaba. Reculaba y se disponía a saltar. Solo esperaba la señal
de su ama. La distancia se acortaba. La compenetración entre la anciana y el
perro era perfecta.
El gato, embelesado en su rastreo,
en cuanto vio asomar el hocico del perro, dio un repullo que encandiló a sus
acechantes. No se había percatado de su presencia y saltó en dirección a la
ventana más próxima que estaba abierta. La abuela había pillado una escoba en
el trayecto hacia el lugar de la emboscada y hacía alardes de querer atizarle
en el lomo un buen leñazo, cosa del todo improbable dada su avanzada edad.
Nervioso y agresivo, el gato se parapetó en el rincón dando manotazos al aire,
porque Relámpago se le acercaba tan entretenido y feliz. Claro, aquel no intuía
que su adversario solo iba con ideas de pasar el rato. Refunfuñaba y maullaba
dejando un eco que te desgarraba el alma, como si lo estuvieran destripando. La
distancia entre los dos animales era mínima y el cuerpo a cuerpo, inevitable.
Acorralado por dos desaprensivos,
el gato pensaría dos veces en la única alternativa: la ventana, el único sitio
por donde podría escapar con facilidad y sin ser maltratado. A Relámpago le
brillaban los ojos como diciendo:"¡Estás a mi disposición y tú, hoy,
jugarás conmigo!” ¡Qué inocente!
El arrinconado no estaba dispuesto
a sucumbir y, con un aspaviento que hizo la anciana, desplegando sus manos
hacia arriba empuñando la escoba, le indujo a pensar que lo descabezaría. Fue
en un abrir y cerrar de ojos: desapareció por la ventana enfrentándose así a la
gravedad y a la altura de dos pisos. Antes de que llegara al suelo, se le vio
haciendo maravillosos juegos malabares con su cuerpo para caer de pie. Los dos
atacantes, asomados a la ventana, se sorprendieron. Los niños que estaban
jugando en la calle oyeron el batacazo que dio el pobre. Todos vieron cómo
desapareció, fugaz, aquel bulto negro caído del cielo. El minino había salvado
la complicada situación prefiriendo saltar al vacío para liberarse de los
extraños cómplices, expertos en deslomarle.
Comprendió
Relámpago que dos pisos bajo sus pies no amedrentaron a un gato fuerte como
aquel. Para la siguiente vez que quisiera divertirse, no le haría ningún favor a
su ama, avisándole.
Desganado
y triste, sin ánimos para emprender otra actividad lúdica, el gato se metió en
una troje llena de sacos de esparto vacíos para echarse dormir y así olvidarse
del despropósito que se había montado.
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