Cristóbal Encinas Sánchez
Ella solía tener reparo a la hora de pasear por las soleadas calles
de aquel pueblo costero. Por ello, la última tarde que nos quedaba de vacaciones
preferimos conversar sentados, tranquilamente, en el florido parque que había
junto a los apartamentos. Durante el transcurso de nuestra conversación, dije
algo que le molestó notablemente y me lo mostró de forma inequívoca. Cambió de
gesto y, aunque no era usual, comenzó a hablar en un idioma que se asemejaba al
chino, que había aprendido en una de las raras academias cercanas. Después
recordé que este comportamiento solía tenerlo en situaciones comprometidas o de estrés.
A partir de aquel momento comencé a no reconocer su voz, me parecía que ya
ni hilaba bien. Su pelo lacio tendía a erizársele. Su aspecto cambió y comenzó
a sudar retorciendo su mirada que se transformó en oscura y vehemente.
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