Cristóbal Encinas Sánchez
Se estaba representando en el teatro la escena de la doncella en que profusamente lloraba y derrochaba palabras de gratitud hacia el vagabundo que yacía en el suelo. Pisando la magna espada, con ánimo de sacarla de donde la habían clavado, exclamó una retahíla de frases con gran boato.
De pronto, por la parte izquierda del escenario aparecieron dos guardias para llevarse preso al autor del robo de aquella imponente arma –que era del Rey–, que apareció, misteriosamente, junto al vagabundo.
Se había originado una encarnizada pelea –decían los allí presentes– por el motivo de la defensa de la doncella, que fue asaltada por dos delincuentes. El vagabundo la había defendido con una valentía inigualable para ponerla a salvo, pues fue famoso espadachín en su juventud, pero esta vez lo habían herido a traición y yacía en el suelo con un sospechoso desmayo. Todos creían que aquella escena formaba parte de la obra.
Los dos guardias argumentaron que, por la inmediatez de los hechos cometidos, y con lo que estaban viendo, que no daba lugar a equívocos. Tenían que llevarse a alguien para presentarlo como testigo del robo y de la contundente violencia perpetrada. Necesitaban que alguien argumentara el hallazgo.
Nadie sabía nada, ni conocían a los culpables. Todos los asistentes se mantenían erguidos y serios. Al rato, y viendo que la cosa se alargaba, la doncella suspiró con gran entereza y con mucho dramatismo exclamó:
–A mí, llévenme a mí, ya que yo he estado a punto de
morir y él me ha salvado –lo dijo para ver si ahora alguien la acompañaba y por
ver la actuación de los guardias. Uno de ellos, sorprendido por el cariz de la
representación, y para salir airoso ante una dama tan arrogante y bella,
prorrumpió:
–¡No, no debemos cometer una tropelía!, una
insensatez, pues sabemos que el asesino ha sido alguien que ahora no está aquí.
Pero mientras encontramos alguna prueba más concluyente, pensemos –dijo el
primer guardia.
El otro guardia, con ojos muy vivarachos y con expresión en su cara como de haber encontrado la solución al problema, pasados unos segundos dijo:
El otro guardia, con ojos muy vivarachos y con expresión en su cara como de haber encontrado la solución al problema, pasados unos segundos dijo:
–Si no se ríen ustedes de lo que estoy pensando, me
atrevo a presentarles esta opción:
¡LLevarnos al muerto! Diremos que tenía todavía vida, y en el camino murió.
Nosotros cumplimos nuestra misión, y ya vendrá la policía a investigar para
descubrir al asesino.
Los allí presentes intentaron no sonreír, no
sabiendo si aquello era una broma o era parte de la farsa.
Los guardias tomaron su decisión y se fueron con lo
que más les importaba: la espada, y la reataron muy bien a la montura de un
caballo.
El que parecía estar muerto se levantó, se sacudió
el polvo y desapareció por la puerta
trasera del teatro.
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