CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ
¿Indagarme yo, sobre mí, para
qué? Me río hilarante. He logrado salvar el bache. Tengo mis ideas y mi vida
claras, nunca me he escondido en ningún subterfugio. ¡He cambiado!, eso es
todo. Me conforta decir que tengo una edad en que la juventud todavía me
alienta. Me asomé a un precipicio hace dos meses y medio y desde allí vislumbré nuevos
paisajes. Mi vida está ordenada y mis relaciones con los demás son fáciles. Mis
cuentas las tengo al día, y pago normalmente. Tengo obsesión por cumplir con
mis compromisos, por lo que espero que la gente se porte bien conmigo.
Cada
día, en la calle, soy cortés con los viandantes, saludo a mis amistades y, si
es necesario, me paro un minuto para preguntarles por la familia. Camino rápido
como un jabato que no se despega de su madre al cruzar la carretera. Voy de
frente, con la cabeza erguida, y mis ojos verifican que las cosas transcurren
para que no suceda nada indeseable. Si una persona requiere mi ayuda, se la
presto de buena gana y me voy tranquilo.
En
estos dos meses y medio me he cuestionado si mi forma de actuar no tendrá fallos, si
tendré la suficiente credibilidad entre mis conocidos y si realmente actúo en
consecuencia. Eso me pregunto, y trato de ser resolutivo. Me pregunto si a
veces no estoy atravesando una crisis depresiva y tal vez necesite que alguien
me anime y me valore sobremanera. Ahora, por ejemplo, necesito consejos de personas
que admiro. Pero tengo un hándicap: alguna de ellas ya no están entre nosotros.
Eso también pasó hace dos meses y medio.
Me
he propuesto analizarme psicológicamente. Vamos, ¿por qué tengo tanto reparo a
la hora de salir a buscar ayuda? Hace unos meses tenía claro que la amistad es
para siempre, pero puede haber algunas circunstancias que modifiquen las
relaciones, como la ausencia y la envidia. Si he deseado algo, lo he obtenido
cuando me ha sido posible; en el mundo hay muchas cosas y no vas a poder
tenerlas todas. No tengo envidia. Lo importante es vivir cada día sin que te
falte lo elemental -como a mí me falta-: un buen trabajo y la conciencia de que
vives. La salud, se sobreentiende y también un techo apropiado. Que alguien te
dé calor, de tu familia y de los amigos, lo demás poco importa.
¿Qué
hago yo por las mañana? Me levanto temprano, me aseo, y desayuno para irme
trabajar y enfrentarlo todo. Tomo el coche para ir al trabajo y lo aparco
frente a la oficina, después retomo mi actividad del día anterior. Pero ahora
noto que cuando entro por la puerta, frente a la sala donde está el jefe, mis
compañeros están descontentos, remisos: tienen las caras largas, el labio
arrugado y fruncido el ceño. Los saludo con un "buenos días", pero
algunos están tan metidos en su rol de apariencia y afinidad por el trabajo que
no levantan el bolígrafo ni la mirada del papel donde escriben. El ambiente es
estúpido y miserable, es como si también ellos hubieran cambiado. Pienso que
tal vez la vida les haya metido en situaciones complicadas que no han sabido
fácilmente resolver, y no se sientan con fuerzas para ser complacientes, ni con
la voz presta. Por eso callan.
Llevo
dos meses y medio pensando en prejubilarme. Ya nos lo avanzó el delegado de la empresa:
"Os podéis acoger a los beneficios del ERE". Y lo estoy considerando.
Si aprovecho esa ley creo que podré vivir holgadamente.
Desde
hace dos meses y medio tengo un alto en mi vida, un recuento de mis días, entre los
cuales sobresalen los que tanto trabajé y era libre entonces, y podía dedicarme
íntegramente a lo que tuviera entre manos. Transcurrió mi mejor tiempo
trasnochando y gastando, dando bandazos. Ahora, por no tener, no tengo mujer ni
hijos. Siempre conocí a personas nuevas en mundos dispares, algunos idílicos.
Dibujé en mis cuadros caras de mujeres hermosas que posaron para mí unos
minutos en los que supe captar el fondo de su corazón, su osadía y su nobleza.
Todo eso ahora es papel mojado.
Desde
hace dos meses y medio no soy el mismo, desconfío de la gente y he perdido mis
ilusiones. Algunos me dicen: "Son las circunstancias". Para mí antes
no había circunstancias salvo que alguien muriera. Las circunstancias las
hacemos cada uno. Tú, entrégate a los tuyos, al trabajo, a los amigos; por
donde quiera que vayas da la cara y ve de buenas maneras, aportando algo al
lugar donde habitas y por donde deambulas. No seas terreno yermo y no des
entrada al desinterés ni a la tristeza.
Me
satisface hacer cosas por los demás, y es cuando me pregunto: ¿Alguien notaría
si me hiciera falta una mano para salir de un bache, incluso de mi casa? Pienso
que a la gente le importa, categóricamente, ir más a lo suyo; estar embelesados
aunque no consigan nada, sin meterse en filosofías ni en creencias. Las cosas
se hacen de una manera y poco importa que se puedan mejorar: se hacen y ya
está, es la rutina si te dejas llevar. Pero tus ideas reparadoras, si no las
pones en práctica, no te darán fuerzas ni alicientes. Quizá no hayas hecho lo
suficiente, porque no tienes esa urgente necesidad, pero esas ideas siempre
darán vueltas y más vueltas en tu cabeza.
Si
fuiste una vez impaciente, ahora volverás a la calma; nadie es perfecto ni
puede estar siempre confundido. Las cosas hay que aceptarlas y encararlas.
Ahora pienso que lo más importante es la salud y la autonomía. Después, comer y
beber hasta olvidar. Eso hago desde hace dos y medio.
No quiero indagar más sobre mí
para darme respuestas absurdas, pensando que tengo muchos fallos. Trataré de
adaptarme a mi circunstancia. Pero tengo ideas que me ayudan a seguir mirando
hacia adelante, elevando mi cabeza con alegría por encima de los hombros. Y a menudo
también canto. Es una forma de que todo pase más incontroladamente. Así pasaron mil últimos quince días antes de jubilarme. De eso hace ya dos meses.
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