Cristóbal Encinas Sánchez
La
veraniega noche se había echado encima. Después de una jornada dura, aquella le
había sorprendido trabajando. Por la senda hacia el llano de trigo, iba
caminando Sergio próximo a las filas de haces, poniéndolos bien. “Es una gran
satisfacción rendir uno lo que le pagan”, pensaba. Estaba seguro de que al año
siguiente lo llamarían para hacer el mismo trabajo.
Su
perro, Relámpago, no le perdía de vista y le acompañaba sin quedarse nunca
atrás. A veces se ponía junto a él, incluso cuando iba a beber agua, para que
supiera que también tenía sed.
Había recogido su hato con las cosas personales y se
disponía a irse a casa, pues al día siguiente se acabaría la siega. Colgó su
hoz por la empuñadura a su cinturón, a la altura de la rabadilla. Ya en la
vereda, se le fue acercando el encargado de la finca que venía solo andando,
para no hacer ruido, habiéndose dejado a su mula próximo a la era. El segador
reparó en que alguien se aproximaba. Volvió la cabeza hacia atrás, cuando los
dos se encontraron de frente, sin saber la intención del otro. La luz
crepuscular desaparecía. Se aproximaron un poco más.
–¡Que sea la última vez que cazas a estas horas con el
perro! –dijo el manigero.
–Yo no cazo ni de día ni de noche con el perro, porque no
sabe el oficio, solo juega con todos los animales que se encuentra –dijo el
jornalero con voz decidida y clara. Se sintió molesto porque aquella
conversación no tenía por qué comenzar en aquel tono.
–Tu perro siempre va buscando por todos los majanos y
olisqueando todos los cubiles de los conejos, que yo lo veo.
–Sí, él escucha todos los ruidos que hacen los animales,
pero le puedo asegurar que nunca le ha hincado el diente a estos. Yo le doy
bien de comer, y no me gusta que vaya por ahí atrapando lo que pille, animales
muertos o pidiendo las sobras a mis compañeros en el almuerzo. Como no es
depredador, no lo echa en falta.
–¡No me vengas con esas!, que espanta a todas las perdices
que hay. Así que el perrito te lo dejas mañana en tu casa o lo atas en aquel
chaparro, y cuanto acabe la jornada lo sacas a pasear, porque tú ya no tendrás
que echar horas extras, los demás sí. ¿Me has entendido?
–No creerá usted lo que me está diciendo, cuando sabe
mejor que nadie que el perro se porta bien y que en todo el día no se retira de
mí.
–Tú a mí no me corriges, ni me insinúes que puedo estar
equivocado, o que estoy tonto y no me doy cuenta de las cosas. Hazme caso y no
te arrepentirás. ¡Cállate y vete ya a descansar, que mañana te interesará
cumplir bien!
La noche se había cerrado totalmente, y ellos no se
veían las caras. El segador le contestó al instante:
–Ahora mismo me voy, pero... de juerga, porque la feria
empezó esta mañana y nos juntamos los amigos en el recinto.
–Si tú te vas de juerga, que yo no te vea porque si no lo
vas a notar.
–¿Me vas a dejar sin dar el jornal? –le habló de tú a tú
sin remilgos.
–O algo peor. Me vas a tener que pagar el dinero que
pediste como adelanto, pues el amo me ordenó que te lo diera del mío propio,
pero no me lo repuso.
–Tú no has adelantado tu dinero a nadie nunca, porque eres
avaricioso y la envidia te come.
–Os he dejado muchas veces recoger las bellotas de las
encinas dulces que lindan con el monte, y las brevas de las higueras del
barranco, buenísimas, cuando yo tenía cerdos que alimentar –dijo subiendo el
tono de la voz, desaforadamente, dándole algunos de sus "perdigones"
en la cara.
–¡A ver si te vamos a agradecer hasta el aire que
respiramos!
Se cortó de golpe la conversación. Las estrellas daban una
tenue señal luminosa. El jornalero, sigiloso, deslizó su mano por la cintura y
descolgó la hoz del cinto; la aprehendió con destreza y la elevó
silenciosamente hasta que rodeó con ella el cuello de la camisa del encargado,
y sin que este lo advirtiese, le comentó:
–Te sugiero que no te exaltes tanto y que bajes el tono de
tu delicada voz, porque mi mano empieza a temblar –en ese momento se levantó
aire y la herramienta vibraba en un tono susceptible de ser oído– y corta el
pescuezo de cualquier gallo en un verbo.
El avasallador sospechó algún ardid e intuyó, como en una
ligera mordida, los dientes de la hoz en su camisa, pero no veía nada en
absoluto.
–No te lo tomes así. Ahora te digo que el amo tiene
previsto despedir a alguno en el otro pedazo que nos queda y había pensado en
ti, pero yo le he quitado las ideas.
–Tú dices eso sabiendo que a mí no me despedirá, pues él
sabe que soy el primero que está en el tajo cada día. Y no me arredro ante el
trabajo con todo el calor que hace. Después me quedo a recoger las gavillas que
otros han dejado aisladas, para que no tengas argumentos contra nadie. Y ahora
estás acabando con mi paciencia.
–¡Cuando quiera, jefe, nos despedimos!, pero que sepa que
estoy dispuesto a no recibir más amenazas. Hasta estoy por concederle el gusto
de no irme a la feria si se empeña – ahí cambió radicalmente el tono que había
adquirido la conversación.
–No me lo tomes a mal, muchacho. Lo que te he querido
decir es que si trasnochas, puede ser que no llegues el primero al tajo, o que
no puedas rendir lo que te pagan. Y yo sé que tú tienes mucho orgullo.
–Sabe usted que sí, pero no me cabree, pues estoy harto de
sus chuminadas y estoy dispuesto a ponerle freno.
–Perdona, Sergio –dijo el afrentado–. Es tarde y no
podemos andar discutiendo. Acuérdate de invitar al tus compañeros en la feria.
El amo tuvo la atención de decírmelo esta tarde cuando fui a por el agua. Os lo
merecéis porque rendís en cantidad. Dile al camarero que os sirva dos rondas y
cuanta comida deseéis, que la pagaré yo –dijo el muy pelotas.
Después salió la luna y Relámpago se quedó mirando a una
figura desgarbada y cheposa que se alejaba en el horizonte. Dio dos pequeños
ladridos de alivio y se colocó de un salto delante de su querido amo,
mostrándole el camino hacia su casa.
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