Cristóbal Encinas Sánchez
Entrando por el acceso del
puente viejo al pueblo, vi entre las personas allí reunidas, a mis amigos que
me esperaban. El conductor del autobús decidió parar. Bajé y me dirigí a los
que hicieron el amago de saludarme. Había algunas caras lejanas que no osaron
hacer ni un leve movimiento con la cabeza, estaban como agarrotados.
De
solo veinte minutos fue la parada pero nos estuvimos mirando todos a los ojos,
casi con sorpresa de encontrarnos vivos y con ganas de demostrar cierta alegría
e interés, y también pena, pues rápidamente se nos bajaron las lágrimas al pavimento.
Casi no hablamos nada pero seguíamos cogidos de las manos, sin prisa, como
cuando de pequeños jugábamos a la rueda.
Los
padres de mi novia permanecían como ausentes: pensaban en la mala suerte de su
hijo que acababa de llegar en un furgón oscuro proveniente de París. Sus caras
lo podían decir todo: la crueldad infinita, el desgarro más profundo, la
soledad. Lo traían a su casa, ya sin ninguna esperanza, después de los
atentados de noviembre de 2015.
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