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domingo, 12 de octubre de 2025

EXTRAÑOS EN UN BAR

 

Cristóbal Encinas Sánchez

            Una pareja del bar hace comentarios sobre el último personaje que los observa desde el escaparate. Su aspecto es de hombre duro. Lleva gabardina y el sombrero calado.

            –¿Lo has visto?, parece no fiarse del entorno. Nos mira insistentemente por el rabillo del ojo, creo que sospecha. Entorna los ojos como si no viera bien. Ahora se está fijando en los bocadillos, tendrá apetito –comenta Silvana.

            –Déjate tú, que eso es lo que aparenta. Observando su fachada, se ve que va en busca de un refugio; huye de un peligro inminente. Su mirada perspicaz denota ausencia de miedo –le responde Stéfano.

            –Ya sabemos que tienes un conocimiento amplio de la psicología humana. Pero no me fío nada de él –dice Silvana, arrogante.

            –Yo lo vi hace media hora sentado en el banco del parque –se entromete José, el camarero–, antes de entrar a trabajar –es un hombre atento, en quien se puede confiar.

            El personaje del escaparate, después de unos minutos, decide entrar. Con cuidado acciona el picaporte de la puerta. Es sigiloso y prudente.

            –Buenas y frescas noches tengan.

            –Muy buenas –responden al unísono los tres, como si esperaran a que los saludara. No se quita el sombrero y mantiene la cabeza gacha, por lo que a los demás les disgusta.

            –¿Desea tomar algo, caballero?, ¿un bocadillo caliente? –se le dirige José, afable.

            –No, por favor, solo un vaso de leche. No la caliente demasiado –tiene un aspecto serio, y una cicatriz le asoma en la frente por debajo del sombrero.

            Mientras tanto, la pareja continúa hablando del tema.

            –No es normal que, con la temperatura que tenemos aquí, no se haya quitado la gabardina ni el sombrero –le dice Silvana, intuyendo un mal presagio. Ella se baja del taburete y entonces luce su vestido rojo, ceñido y elegante.

            –Será un hombre friolero, y que además tendrá que salir pronto –se le ocurrió susurrarle Stéfano–. Es una persona de fácil palabra que da explicaciones a todo.

            El desconocido deja una carpeta encima del mostrador. En ese momento la máquina del café da un silbido indicando que la leche está caliente. El camarero le pone el vaso lleno y dos bolsitas de azúcar. Él aparta una al borde del plato. Saca su mano izquierda del bolsillo del pantalón para subirse a un taburete para estar al nivel de los contertulios. Sin darse cuenta, le da al vaso con la manga y este cabecea. En un segundo suena un golpe en el suelo. Se le ha caído algo pesado.

            –No se preocupen, no es nada –rápidamente, recoge la pistola y la vuelve a meter en el bolsillo. Los demás quedan impresionados.

            –¡Perdone, caballero!, ¿cómo lleva usted eso? Se le ha podido disparar –le salta el camarero, sorprendido.

            –Insisto, no se preocupen, soy policía y le tengo el seguro echado. Me he despistado.

            –Ya te lo dije que este buscaba algo más. ¡Vámonos de aquí! –dice Silvana bajando la voz–. ¡Deme la cuenta, por favor!, tenemos que irnos a preparar el baile en el teatro Gran Vía –se dirige Silvana al camarero.

            –Déjelo, señorita. Hoy invita la casa. Esta noche voy a verles actuar, recuerde que me regaló usted una entrada –ellos actúan esta noche por primera vez.

            –Gracias, José. Buenas noches.

            –Muchas gracias. Buenas noches –se despidió Stéfano.

            El policía se despidió a los varios minutos de haberse ido la pareja. Dijo adiós a José, con un tono apenas audible, mirando al suelo, abochornado. Dejó una moneda de dos euros en el mostrador. Se dio la vuelta y salió.

            –El cambio, señor, un euro –el policía le hizo una señal, dejándoselo de propina.

            En la esquina próxima seguía la pareja comentando el caso.

            –Creo que la sirena que se oye es la de un coche policía que viene a por él. Estaba haciendo hora, ¿no te has dado cuenta? –comentó Stéfano.

            El policía llegó hasta la altura de la esquina donde charlaban y les conminó con una sonrisa cínica:

            –Váyanse pronto a casa, pareja, que estamos aguardando para hacer una redada en vuestro teatro. Así que cojan otra dirección. Tengan más suerte la próxima vez.

            Los dos se miraron para continuar otra ruta. Al doblar la esquina, sintieron una liberación. En medio minuto el coche policial llegó con la sirena callada. El policía se metió en el coche y se dirigió con sus compañeros hacia la salida del teatro.

            –Menos mal –dijo Silvana–. Al final, nos ha informado de lo que nos podía caer encima. Ya decía yo que ese personaje se traía algo muy sospechoso entre manos.

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