Cristóbal Encinas
Sánchez
Bien
temprano llegó al pueblo un hombre forastero muy trajeado, preguntando por
Arias. Se dirigió a un hombre bajito y amable que afirmó conocerlo -con
socarronería disimulada-, y que lo más probable era que estuviese junto a un
pilar en una plaza al final de la calle, y que, por más señas, era gitano, alto
y muy moreno. El visitante le dio las gracias y siguió caminando hasta que divisó
a un grupo de hombres hablando en corro en el lugar mencionado. Sentado en la taza de la fuente, reconoció al hombre que buscaba, pues su imagen coincidía con
la descrita.
El forastero se acercó a los tertulianos con
tal decisión que, al verlo llegar, callaron. Se dirigió al más moreno:
-¡Buenos días! Por favor, ¿me pueden decir cuál
de ustedes es el gitano Arias? -con un desplante como si ya lo conociera y,
aproximándose hasta su altura, le miro y esperó la respuesta. Bien dispuesto y
con determinación, el inquirido se echó para adelante, bajando de su duro asiento,
para dar respuesta a la improcedente pregunta. Se arremangó un poco el jersey y sin
terminar de erguirse se inclinó un poco hacia su derecha. Como un relámpago le
secundó con dos guascas despampanantes. Aturdido, el maltratado dejó salir de
su boca una exclamación contenida, por si acaso:
-¡La madre que lo parió!
-¿Quién le ha dicho que yo soy gitano?
–preguntó el agraviado.
-Hombre,
usted perdóneme; yo no le he insultado para que me pegue así. Yo vengo con toda
mi buena intención a traerle albricias, pues un hombre bajito me ha informado, con
pelos y señales, de cómo era usted. Por ello, me he dirigido directamente. En
realidad, a mí me da igual tratar con cualquier persona, sea o no gitana,
siempre que sea con respeto, cosa que usted no ha tenido conmigo.
Al hombre lo habían confundido adrede, para
reírse de él, ya que sabían las pulgas que tenía el tal Arias, que a continuación
le dio contestación.
- Pues yo soy el "gitano"
Arias. ¿Qué desea usted de mí?
- Le traigo una razón
importante de un señor que usted conoce bien. Le quiere ofrecer trabajo en la
capital.
Los dos se fueron disculpándose: el uno por
ser un infeliz y por preguntar con un adjetivo inventado, y el otro, por ser
demasiado impulsivo y no reparar en que alguien le pudiera gastar una broma. Seguro es que si el “gitano”
Arias supiese quién había argüido la asechanza para dejar al pobre hombre en
ridículo, le hubiera dado otras dos guascas más impresionantes que las recién
horneadas y, tal vez incluso a horas tan tempranas, hubiese aterrizado en el
pilón. Nunca se supo quién se inventó el sobrenombre,
porque de ser así le hubiesen quedado pocas ganas de repetirlo.
La única familia gitana
que vivía en el pueblo se había criado allí y era considerada como otra más,
sin diferencias, y era muy apreciada por todos.
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