LA
DESENGAÑADA CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ
Sentada la novia en su habitación frente
al espejo, observaba los últimos retoques que le hacía la peluquera antes de
ponerle el velo. Con exquisita dulzura, su madre le ofreció el anhelado ramo de
azahar. Su padre, en la puerta, estaba dispuesto a acompañarla hasta la
iglesia. El novio, intranquilo pero sonriente, esperaba su llegada al altar.
Así agotaba sus últimos minutos de soltería. Cuando el
cura les echó las bendiciones, se besaron tiernamente. El novio rozaba los
cuarenta; ella era unos años más joven. Fue un momento feliz para todos. Atrás
quedaba una larga historia de indecisiones y, tras quince años, lo habían
conseguido. Camino del hotel, en taxi, hicieron varias paradas en los
lugares más solicitados para estas ocasiones y el cámara obtuvo un buen número
de fotografías, para engrosar las páginas del álbum que inmortalizaría su
compromiso. Ya casi llegando donde todos les esperaban, el novio recibió
una llamada en su teléfono móvil.
—
¡Hasta en el primer día de casados, ella te tiene que llamar!, ¿verdad? — dijo
la recién casada, bastante enfurecida. Le quitó de la mano el teléfono y miró
el número que figuraba en su pequeña pantalla. Él no respondió nada. Ella sabía
que era el de su mejor amiga. El día anterior le había enviado un mensaje corto
que le decía: “Mañana, después de casarte, yo seré la primera que te llame para
decirte: Te esperaré hasta que la muerte os separe”. Y lo había cumplido. Entonces, el móvil salió disparado por la
ventanilla del conductor con tal suerte que se estrelló contra un muro próximo
y se hizo añicos.
—
¡Vete, vete ahora con ella! – le dijo con rencor y coraje– ¡Por favor!, pare
usted junto a las escaleras que bajan hasta el embarcadero.
El
conductor lo hizo al punto. La mujer se bajó del vehículo como una exhalación y
tiró al agua aquel estilizado ramo de flores; se quitó el vestido, lo dejó en
el suelo y se lanzó al caudaloso río. El barquero, que estaba oculto tras el
muro, oyó un fuerte golpe en el agua y pensó que alguien podía haberse
precipitado al vacío y necesitar de su ayuda. Se apresuró y, con habilidad, la sacó del agua
en segundos.
La
novia era una chica guapa —pensó él– que lucía una finísima ropa interior, con
encajes y labores delicadas. El pelo mojado y revuelto sobre su cara la hacía
irreconocible. El hombre le ayudó a sentarse en el lugar más idóneo, mientras
ella le indicaba con su mano la otra orilla. Él hubiese deseado encontrar a
aquella chica en mejores circunstancias y haberle ofrecido un vistoso y
placentero viaje por el río, como ella se merecía, pero se conformó con ser quien la
rescatara del peligro.
––¡Por
favor!, si es tan amable ¿me puede llevar a la otra orilla? Aléjese de
aquí lo más rápido que pueda -susurró
ella cuando se serenó y pudo articular palabra. La
gente asomada al pretil quedó atónita contemplando un panorama tan inusual e
incomprensible.
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