CRISTÓBAL
ENCINAS SÁNCHEZ
Aquella solitaria
muchacha se encontraba posando sobre
una roca sobresaliente del terreno, de forma que su silueta se vislumbraba a
mucha distancia en el horizonte. Nadie podía sospechar que a aquellas horas de la
madrugada, y con aquel frío, alguien pudiera observarla con cierta pasión.
El destello de un rifle antiguo
entre los árboles denunciaba la presencia de alguien que merodeaba a varios
cientos de metros de aquel lugar tan espectacular. El arma se había utilizado en
la última cacería y resultaba ser efectiva y estar en perfectas condiciones de uso.
Su portador cargó el arma con un solo cartucho. El silencio parecía cortar el
aire en los primeros albores.
La silueta de la
chica se prestaba para ser un blanco
idóneo pero execrable. A la distancia a la que se encontraba y con un
teleobjetivo el éxito era seguro. El cazador encaró el arma hacia la luna llena
para hacer puntería y la situó en centro de la mira. La cruz fue bajando y buscando
la silueta como si de una diana se tratase: un blanco perfecto.
Pero no podía hacerlo. Aquel corazón que había sido suyo, no
podía desgarrarlo, romperlo y desperdigarlo, pese a lo que le había hecho.
Desenfocó
la mira telescópica y un aullido hizo estremecer el monte. Un lobo audaz le
había perseguido. Volvió el cañón hacia
aquel objetivo móvil y apretó el gatillo contra el animal hambriento. Se oyó, tras el brusco encontronazo, caer un
pesado cuerpo sobre las rocas del acantilado que le había protegido las
espaldas.
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