BELÉN ENCINAS HAYAS
Llovía. Yo estaba
sentada mirando a través de la ventana, poniendo el pan a tostar. Algo en la
calle me llamó la atención. Era un hombre muy mayor que caminaba con una
niña que podría ser, seguramente, su
nieta. Iban cogidos de la mano. Ella era muy pizpireta y risueña, con el pelo
anillado y rubio. No paraba de hablarle al anciano, el cual la miraba con mucha atención y dulzura, sonriéndole entre frase y frase.
De
pronto, subiendo una cuesta, la preciosa niña se paró. Y con una mirada pícara,
a modo de súplica, le dijo: "¡Abu!, por fa, cógeme, que estoy
cansada". Él, sin dudarlo, detuvo el paso y, con una amplia sonrisa en sus
labios, se agachó, la abrazó y la apretó contra su pecho. ¡Qué complacidos y encariñados se encontraban los dos!
Durante un rato con ella a cuestas, y sin que ella se percatara, la cara
del dulce abuelo cambió. Su gesto reflejaba un cansancio permanente y mucha fatiga. Estaba
cosido de dolor, pero eso no le impedía llevar a su querida nieta en brazos.
Con torpeza y esfuerzo subía la empinada cuesta, con paso despacioso. De vez en cuando los dos se miraban con la
complicidad de estar muy unidos, en la mejor compañía.
Los ojos de la cautivadora niña eran tan vivos y con una mirada tan
brillante que iluminaban la calle. Dándose cuenta de la situación y mirando al
abuelo, cogiendo su cara entre sus pequeñas manos, le susurró al oído: "¡Abu, es que yo te quiero mucho!".
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