Cristóbal Encinas Sánchez
Eran las ocho de la madrugada, apenas se veía.
Subidos a la tapia del corral, varios niños esperaban la matanza del cochino
más grande que habían visto. Decían los de la casa que pesaba más de veinte
arrobas. Se habían levantado muy temprano para ver con todo detalle los
pormenores de tan meticulosa operación.
El matarife afilaba sus cuchillos de varios anchos y larguras. Un gancho
grande con un gran curva por un lado, desentonaba por el otro con un pincho
retorcido. Mientras, el agua hervía en la caldera de una manera escandalosa,
producto de la rápida combustión de las aliagas.
Una botella de aguardiente seco se coge a la mano del más sediento para
echarse un trago y lo comparte con los que forman el cortejo fúnebre. Este
acompañará, en la retaguardia, al osado matador hasta la
zahúrda, donde duerme el marrano. La algarabía que le despierta no es
usual pues hasta lo asusta a esas horas tan promiscuas de un día un tanto raro.
Los niños se quedan a la zaga y ven cómo el agresivo portador del nefando
instrumento se acerca silencioso al indefenso cerdo, si acaso lanzándole un
ligero gruñido de confianza, para calmarlo. Mal lo lleva si no lo engancha bien
por la barbilla. Da un tirón con el gancho y clava debajo del labio, en el
maxilar inferior. La comparsa le socorre al momento con unas empeñadas
manos a las orejas, al rabo y a los cuartos traseros.
En peso se eleva el que será sacrificado y, sobre un banco con fuerte
armazón de madera, se tumba al desdichado. ¡Qué pena, cómo chilla!, afligido
viendo venir todas las traiciones. Cada uno de los asistentes tira para un
lado, lo tienen atado, casi no puede respirar y le están dando la
irritación más impresionante de su vida. Los cardenales le están brotando
por todo el cuerpo. Hay un hedor de muerte que trasmina y que es más fuerte que
el de las heces que se le escapan, abundantemente, al maltratado.
Un surtidor de sangre caliente, casi hirviendo, sale de la mano del matador
tras el cuchillo asesino. Cae imperiosa al lebrillo y removida por una mano
delicada, que la estruja, se va haciendo la molleja. Atrás quedan las horas de
comidas abundantes de higos, tomates y bellotas. También, en el verano,
las revolcadas que se prolongaban durante horas en la charcos del huerto
y bajo las higueras. La vida no le durará ya más que unos minutos.
Alguien le dice a los chavales que le den vueltas al
rabo, porque es la manera de que no se le quede ni una gota de sangre en
el cuerpo. Después del último estirón, los niños, frunciendo el ceño,
van con el dedo dispuesto para investigarlo todo y van tocando las orejas, los
ojos, la lengua del muerto. Han comprobado que ya no se quejará más, después de
tantos quejidos y esfuerzos en vano.
De sus carnes saldrán los chorizos, las morcillas, los tocinos y la
butifarra. Su manteca se utilizará para hacer los mantecados, las tortas de
chicharrones y para untarla en el pan tostado en la lumbre.
Todo de él se aprovechará, menos la gracia de sus andares. Pero quedará
impregnada en sus jamones que serán salados y conservados para el
disfrute de su exquisito paladar y que será alimento de los que lo
criaron.
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