CRISTÓBAL
ENCINAS SÁNCHEZ
Cuando
empezaban la recogida de la aceituna, siendo apacible el día, eran las nueve de
la mañana y solían echar tres horas y media o cuatro hasta el almuerzo. El
resto, hasta siete, lo hacían después. Se tardaba en comer entre cuarentaicinco
minutos y una hora, de común acuerdo. En
ese receso, a los aceituneros les gustaba ponerse al calor de la lumbre y tomar
el sol, que apetecía tanto, y sobre todo en los días escarchados en los que el blanco manto se prolongaba hasta
las doce y mientras se quedaban la cara y
las orejas acartonadas.
En un día
del mes de enero, se le ocurrió decir a uno de los más jóvenes recogedores que
tenía frío, y que encendiera la lumbre uno de los hombres mayores, pues hacía viento y el sol permanecía oculto tras
la montañas. No serían aún las once, pero el manigero se negó a encenderla,
porque no hacía la suficiente rasca, y que no se podía perder el tiempo, unas veces
porque algunos comían entre horas; otras, porque se iban a hacer sus
necesidades y no tenían cuando volver; y
otras veces, que si habían caído unas ligeras gotas de lluvia...
Alegaba,
en su razonamiento, que si todos llevaran un régimen de trabajo con energía, dando
el callo como él, el cuerpo generaba el calor necesario para no sentir frío. Pero
como algunos tenían mucha galbana, les pasaba estas cosas. Él era quien tenía
que justificar por la noche lo que se gastaba en peonadas; y aparte, no podía
permitir que le tomaran el pelo. Era algo que no podía asimilar, y por eso se
ponía a arengar a la gente. No dar la pesada máxima con la aceituna recogida, le
ponía nervioso, y le parecía como si él no mandara nada. Así que, como no le
salían sus cuentas, por la mañana, metía diez minutos de más y por la tarde igual.
Aquel esfuerzo de todos nunca se lo agradecía la empresa, pero su orgullo, y
viendo las necesidades que había por aquellos años, le obligaba a hacerlo.
La gente estaba muy
sujeta y, si alguno se ponía contestón, lo despedía y se quedaba tan tranquilo.
Esta forma
de proceder era algo que ocurría a mediados del siglo pasado. Pero peor es lo
que está pasando ahora. En los últimos años hay muchos empresarios que, en cuanto
pueden, se aprovechan y el sueldo lo rebajan más de un treinta por ciento. Lo
malo es que, incrementando sus ganancias, las empresas no se quedan conformes y
cometen otros abusos para sacar más dinero. Claro está que con esta reforma
laboral que han impuesto los últimos gobiernos, es obvio llegar a estas
situaciones: el empresario es más rico y miserable, y el trabajador está más
desprotegido en todos los ámbitos y tiene menor sueldo. O si no que se lo digan
a los que ganan menos de setecientos euros.
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