Cristóbal Encinas Sánchez
De cómo empezó
a suministrarse aquella sustancia tóxica , no sabemos nada. Solo se puede
especular con que era una noche del ardiente verano y no durmió, que digamos,
en aquella luna iluminada y radiante.
Sus ojos cantaban y sus miradas iban dirigidas,
principalmente, a una chica morena con el pelo largo. Tres coincidencias que
podían hacer una noche inolvidable: una buena compañía colmada de
sueños en una noche de fiesta que crearon el majestuoso escaparate de ser
libres durante unas horas.
Como la noche se presentaba cargada de entusiasmo y él era
muy dado a lisonjear el oído de las chicas guapas, intentó crearse un entorno
agradable, sobornable, con buen rollo. Los requiebros afloraban a su boca con
tanta elocuencia que las chicas le sonreían y bailaban con él. Aceptaban sus
miradas desafiantes, atrevidas y, cómo no, lascivas que no le daban descanso ni
un momento. Tuvo una sucesión de momentos extáticos, sublimes, dignos de un cuadro costumbrista.
Eran las cinco de la mañana. Al lado de la tapia, frente a un roble próximo –galardonado con un premio a una obra maestra
de la Naturaleza y al mejor árbol adornado en las últimas Navidades–, los festejantes vitorearon al anfitrión,
que dispuso de lanzarse a la piscina desde una gruesa rama que la cruzaba por
una esquina. Su cara reflejaba un esplendor que le hacía estar por encima
de todo lo que allí ocurría.
A modo de despedida, el galán henchido de su
fantástico triunfo en el universo, presa de un estado eufórico, saltó gozoso desde
su improvisado altar. Con la dosis que se había administrado, se creyó tener
alas y que era indemne a todo, sí a todo menos a la altura.
Buen final de escena pintoresca.
ResponderEliminarUn abrazo.