Cristóbal Encinas Sánchez
Observaba
pacientemente la gata, en el entorno a su cubil, cualquier movimiento
sospechoso que le pudiera incordiar en su tranquilidad matutina. Se adentró en
el maíz muy sigilosa y pendiente del más insignificante ruido. De repente, a
varios metros de distancia, vio ascender, por el tallo de una caña, a una
culebra bastarda, que pronto quedó enroscada en su parte superior. Bien
camuflada, allí permanecía vislumbrando por si se posaba algún pajarillo en
derredor suyo.
No tardó más de diez segundos en verse a la gata saltar
explosivamente para
caer después al suelo con un lío
inextricable. El ofidio golpeaba con su cola
zigzagueante en
todas direcciones y se retorcía para defenderse de aquel
torbellino que la asfixiaba. Pero no lo consiguió. Le había
mordido mortalmente
en el cuello y no la soltaba.
Los ojos brillantes de la felina denotaban satisfacción y una
seguridad
plena. El poder con el que ella actuaba en estos
casos era infalible: tenía que
alimentar a sus retoños.
EL ANIMAL VIGILA
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