Cristóbal Encinas Sánchez
El perro del insoportable vecino
del sexto se las había ingeniado para escaparse otra vez. Dio un gran tirón de
la correa que le tenía sujeto a la baranda. Bajó las escaleras y en el cuarto
piso se paró defecando abundantemente.
Un vecino del
rellano, que oyó cierto estrépito, abrió su puerta muy sigiloso. No encontró a
nadie allí, solo vio la inmensa majada que el animal había soltado y los
vistosos rastros que iba dejando la zigzagueante correa bajando por las
escaleras.
Sin pensarlo dos
veces, el encorajado vecino descendió en el ascensor hasta la planta baja del
edificio. En el tablón de anuncios, con letra muy grande , escribió
inquisitorialmente:
“Reclamo, con
urgencia, al amo del perro, que como este ha vuelto a depositar el objeto de su
vientre, para que vaya de inmediato a recoger el mandado. ¡Hágalo!, por
mantener limpia la escalera y por perder la costumbre de no hacer nada por
evitarlo”.
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