Cristóbal Encinas Sánchez
Por la noche
había una función especial en el cine del pueblo. Venía un cantante famoso y la
gente se disponía a no dejar escapar una ocasión que pudiera ser única en su
vida. El artista se llamaba Antonio. Era moreno, de pelo negro y con unos rizos
que luego en la escuela lo comentaríamos las niñas de mi curso. Era muy guapo y tímido. Recuerdo bien que mi hermano Juanito tenía diez años y yo soy dos años mayor que
él. Mis padres se arreglaron pronto porque querían ir a sacar las entradas sin tener aglomeraciones. Mi hermano no quería ver la función porque estaba jugando en la
calle con sus amigos. Mi padre le comentó que viniera con nosotros, pues le
gustaría escuchar en directo esas canciones que oía en la radio de la abuela.
Era un cantante famoso y muy querido, por lo que se alegraría de verlo, al
menos cuando fuera mayor. Por tanto, nos apresuramos un poco y nos pusimos en
camino. Faltaba media hora y todavía no había venido el despachador de las
entradas. Éramos de los primeros y no tardaríamos más que unos minutos en
tenerlas en nuestro haber y buscaríamos el mejor sitio entre las filas
centrales. De pronto asomó
un grupo de niños mayores y empezaron a dar empujones al final de la fila. Mantuvieron
una pequeña disputa hasta que por fin llegó el que vendía las entradas. Anunció
por el altavoz que en unos veinte minutos comenzaría la función. En ese momento
empezó a llover y la gente se resguardaba apretujándose. Los niñatos seguían
con los empujones y a desequilibrar la fila, molestando. Entonces aparecieron
dos guardias municipales para poner orden. Estos, con caras de pocos amigos,
empezaron a silbar haciendo gestos para disuadir a los más folloneros. Como se
tardaba mucho y la cola cada vez se hacía más larga la gente se desesperaba. El
guardia más bajito se escaramuzó con los jóvenes y, viendo que no llegaban a
hacerle caso, sacó el vergajo y comenzó
a repartir leña. El otro policía, de más edad, estaba por el diálogo e intentó poner
paz. Algunos de los jóvenes despotricaron y les dijeron pringaos y fascistas,
para así ridiculizarlos y moderar al más lanzado. El jaleo acabó pronto y, como mi madre se puso de los
nervios, le dijo a mi padre que se iba a casa. Mi hermano y yo estábamos entretenidos y nos callamos. Entramos los tres a ver la función y esperamos sentados a que subiera el telón. Salió el artista y cantó como nadie lo había hecho. Él
no saludaba, pero sonreía y todos le aplaudíamos. La verdad es que nunca oí una voz
tan portentosa. Se trasponía y nunca sabíamos cuándo iba a respirar. Mi padre,
en ese momento, miró a mi hermano y le dijo satisfecho: “¿Ves?, te lo dije:
esta actuación la recordarás siempre”.
De
camino a casa, me refería mi Juanito que el guardia les había pegado unos cuantos
vergajazos a unos que siempre lo molestaban en el patio del colegio. Estaba
contento porque se lo había pasado muy divertido con el cante y más con la
repartición. “Cuando cuente esto mañana en el colegio, lo que se van a reír mis amigos, al saber que a los del
fumeteo les han dado yesca, por listos” -repetía. Nos cogimos los dos de la mano de mi padre y emprendimos un paso rápido hacia
nuestra casa, porque esta vez la lluvia nos empapaba.
Actuación movidita y entretenida. Muy bien contada , me he visto en la fila comprando mi entrada.
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