Cristóbal Encinas
Sánchez
Revolotea el joven pavo al ver
llegar al que cada día le da la comida en su mano y vigila por que no le falte
el agua.
Cuando tenga seis meses de vida y pese
diez kilos en canal, no sabe el pobre
que está próxima su hora definitiva. En el puesto del mercado, sin
ningún tipo de pudor, lucirá su carne desgarrada sin plumas y con la cabeza
cortada. Será observado por ojos escudriñadores que, cuando les toque el turno de
comprar, dirán al carnicero: “Póngame ese, trocéelo a cuartos y deshuese la pechuga.
No quiero las patas”. Ahí se verá la
desvergüenza y la infamia. ¡Cómo despreciarán sus fuertes extremidades, las que fueron
su soporte! Y lo mismo con su hermosa y altiva cabeza.
La de cosas que se harán
con sus muslos: exquisitas sopas y filetes que alimentarán a los hijos pequeños
de la casa y les dará el vigor que necesitan tras el esfuerzo en la escuela y en el parque que habrá sido demoledor. Ahora, ya no quedará ni un momento
para el recuerdo. ¡Pensar que siendo un
pavo arrogante estaría siempre con los
suyos en el campo, preparado para disfrutar de la naturaleza, procrear y ejercer la libertad a su capricho!
El que lo alimentaba lo
engañó, procurando que tuviera un ambiente tranquilo, administrándole también medicamentos para combatir sus enfermedades. Ese, con un sesgo definitivo de
guadaña, segará su cuello o dará la orden a otro ejecutor más especializado. En ese momento, toda
la granja estará en el silencio más terrible. ¡Que sepáis, apreciadas aves de corral, que todos asumimos vuestro
destino sabiendo que vuestras células formarán parte de nuestros músculos,
huesos y cerebro. Esto, tal vez, os reconforte y el saber que también estaréis algunos muy bien presentados en
el día de Navidad.
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