CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ
Cuando me quedé parado por primera vez,
me dediqué a las tareas propias de la casa. Iba a la compra, cuidaba de los
niños, los sacaba al cine, fregaba y hacía la colada. Mi mujer bastante tarea
tenía con realizar su trabajo diario y mantener económicamente el hogar.
Yo tenía mis
amigos, con los cuales me reunía una vez al mes, durante los dos primeros años.
Luego lo fui dejando porque me ceñía a mis labores con tal intensidad
que me absorbía todo el tiempo. Mi
mujer permanecía cada día menos horas en casa porque tenía reuniones de trabajo, viajes
y fiestas con sus compañeros. Tomó la táctica de vivir más en la calle que con nosotros, incluso alguna noche la pasaba fuera. Yo comprendía todo esto, que
hasta cierto punto era razonable, pues era la cabeza de familia.
Yo seguía en el paro y sin cobrar
nada. Me adapté a esta forma de vida esclavizada y sin pretensiones. Me acostumbré
a no salir a ningún sitio porque podría gastar un dinero que no ganaba y ella estaba de acuerdo, por lo que a menudo me lo recordaba. Este hecho me sacaba de
mis casillas y hasta me cambió el carácter. Se podría decir que me habían rodeado
como a un calcetín.
Pasaron
varios años y mis hijos terminaron el bachillerato con buenas notas. Y se prepararon
para ir a la universidad, hecho que me
liberó de mis tareas rutinarias. Comencé a salir con amigos en las
asociaciones del barrio. Uno de ellos me comentó que no era vida la que yo
tenía. Él participaba en una asociación de separados y conocía a muchas mujeres
en la misma situación y, siendo buenas personas, no habían tenido la oportunidad
de que les reconocieran sus derechos más legítimos.
Empecé
a tontear con una chica más joven que yo. Entonces fue cuando le dije a mi mujer
que ahí se quedaba, que cogiera el cesto de la compra y que había llegado la ocasión de que
pusiera sus trapos en la lavadora y que planchara.
Antes de separarnos me buscó
trabajo de ayudante de jardinero en el ayuntamiento. Eso me daría plena libertad para
rehacer mi vida, de lo cual ella no se percató.
Como ella ganaba
un buen sueldo, no me pidió nada en principio. Después, cuando hablábamos de
los niños me informaba de que las matrículas valían mucho, de que les tenía que
comprar ropa y que ella no podía hacerse
cargo de todos los pagos. Se había quedado con la casa, con los dos coches y la cartilla
donde teníamos los ahorros.
Como yo no le hacía mucho caso, empezó a llamarme con más insistencia y con
el mismo tema. Indujo a mis hijos -que ya se habían puesto a su favor- a que me
llamaran y me pidieran también dinero. Yo, con el sueldo que tenía, no podía
hacer frente más que a mis propios gastos, así que no les mandaba nada.
La última
vez que la llamé, hace ya cinco años -y no pienso hacerlo más-, me insultó de
una forma imperdonable. Me dijo que la
había abandonado como no hace un hombre que se precie, cuando ella se había preocupado
de alimentarme a mí y que así era cómo le pagaba. Le hice caso omiso, alegando
que me había tratado como a un guiñapo, solo porque ella era la que traía el
dinero. Después de tanto aguantarla, lo último que me dijo fue que si es que me
daba miedo acercarme por la casa, que era un cobarde. Y preferí cortar la
conversación.
Desde
entonces vivo tan feliz, nadie me llama; primero, porque no tengo teléfono y
segundo, porque a mediados de mes voy al banco para sacar la renta que me ingresa
el inquilino de mi casa, pues mi mujer pidió el traslado a donde están mis
hijos realizando sus estudios. Ahora, cuando quiero saber algo de ellos, me meto
en Facebook en la biblioteca y miro lo que han colgado en su muro. Sé que esto
es un sucedáneo, pero por ahora me conformo.
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