Cristóbal Encinas Sánchez
Comenzó la
mañana con un tiempo extraordinario para echar el día recogiendo aceituna. El "Aprensivo"
era el encargado, que se ponía en camino hacia la casa del propietario nada más
amanecer. En el trayecto a la finca se iba encontrando con los demás
trabajadores . Uno de ellos, muy guasón,
después de saludarle, sorprendido, le dijo mirándole a la cara y al cogote:
—Tienes mala cara, además parece que tienes la cabeza
hinchada —a lo que él respondió:
—Yo me encuentro perfectamente. Puede que estés dormido
todavía y no me veas bien —dando a entender que llevaba varias horas levantado.
Siguieron hablando de otros temas mientras llegaron al
tajo. Colgaron las meriendas en el olivo
que preveían que almorzarían, cuando
otro compañero le dice con mucho énfasis:
—Perdone mi descaro, pero le veo un poco desmejorado, tiene
mala cara —hizo un movimiento como para verle de perfil buscando algo anormal y así
constatar que lo que le estaba diciendo era cierto.
— Gracias por tu preocupación. Eres el segundo que me lo ha
dicho esta mañana, pero yo estoy bien y he dormido como un lirón toda la noche,
después de que ayer nos diéramos un buen tute cargando sacos.
—En fin, serán apreciaciones mías, no me hagas caso —en esto
que le hace un guiño a los demás que estaban a la expectativa.
Al rato, llegó el muchacho que portaba el búcaro para que se
refrescaran y se lo ofreció primero a su encargado, diciéndole:
—Tenga cuidado con el agua que está muy fría, no beba
demasiada si usted se encuentra mal, pues le veo como si estuviera hinchado. ¿Nadie
le ha dicho nada? —automáticamente miró en derredor como si se hubiera dado cuenta de que había
un complot para amargarle el día.
— No sé qué pasa hoy con vosotros, ya me lo habéis dicho
tres y no os andáis con contemplaciones. Y repito: estoy muy bien. Tengo ganas
de trabajar y no me fastidiéis más —apostilló sin mucha paciencia, así que nadie
replicó.
Llegó la hora del almuerzo y
del descanso al mediodía. Cuando tomó su tortilla y sus buenos trozos de
morcilla y torreznos, se terminó todo el vino de la bota. Como postre se comió
un puñado de nueces con almendras metidos en el interior de higos pasados.
Tenía este hombre la costumbre de aliviarse después del almuerzo. Así
que se retiró detrás de un majano. Al lado había un reducto desprotegido para encerrar las
ovejas. En un clavo mohoso colgó su chaquetilla y la gorra de lona.
Una de las mujeres, que cosía los lienzos cuando se rompían -siempre tenía la aguja colchonera preparada-, se le acercó por detrás con
sigilo. El que hacía sus necesidades estaba tan concentrado que, cuando la
mujer se asomó al reducto y alcanzó su gorra para darle tres puntazos y
reducirle el vuelo, no la oyó.
El hombre, ya aliviado, se avió tranquilamente, poniéndose por último
su gorra. Poco antes de llegar a reunirse con el resto de la cuadrilla que
estaba alrededor de la lumbre contando chistes, notó que tenía cierta presión en
la cabeza. Lleno de angustia, se dirigió
a los trabajadores y corroboró la opinión que le dieron sobre su aspecto.
— Efectivamente, aunque no me encuentro mal, creo que la
cabeza la tengo más gorda que nunca, pues ha sido quitármela unos minutos y
ahora no me entra. Por ello, y haciéndoos caso, he decidido ir al médico.
Adiós.
Le notaron que cambiaba de aspecto por segundos y se puso
serio. Le vieron correr por la cañada abajo.
Miraba hacia atrás moviendo los brazos, dando a entender que no pasaba nada. Si
"aquello" tomaba proporciones, podría tener problemas si no llegaba pronto
a la consulta.
Todos se rieron socarronamente
por cómo gestionaron la pesada broma, consiguiendo con aquella farsa que el "pobretico"
hiciera honor a su mote, creyéndoselo todo.
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