Cristóbal Encinas Sánchez
Se acercaba
la procesión a la plaza y había en ella una reunión de hombres entroncados en amena
conversación. Ya era casi de noche y algunos
de ellos optaron por callar y unirse a los feligreses para acompañar a
los santos, poniéndose a la cola con disimulo. Pero viéndolos acercarse, el
cura se les dirigió con inmediatez, y mirándolos con seriedad, les dijo:
—¡Ustedes no llevan vela!, por lo que no pueden asistir a
este oficio — y con mucho énfasis se ajustó
la capa y se dio la vuelta en seco para reanudar su marcha.
A los recién
incorporados, les extrañó el atrevimiento del párroco, que con tal descaro les
llamó la atención. En ese momento dejaron el séquito y se mantuvieron anclados
al suelo, sin rechistar.
Pasaron los años y uno de los hombres que intentó
incorporarse a la procesión se encontraba hospitalizado: era mi padre. Un cura joven, al
que conocíamos bien, se desvivía por que no le faltara de nada a mi padre. Aquella
misma tarde me dirigí a él con gratitud:
—¿Cómo es que atiende usted tan bien a mi padre, si él nunca
fue a la iglesia, salvo contadas ocasiones?
—Mira, hija mía, tu padre es un hombre honesto y justo. Cuando
yo le comunicaba que en la iglesia había una gotera en el tejado o se rompían
algunas baldosas, tu padre las reparaba al terminar su faena. Nunca me cobró
nada por los materiales ya que siempre me decía que los había obtenido de un
desmontaje anterior; tampoco por su trabajo, pues él se sentía pagado si yo se
lo apuntaba en una lista que debería tener con Dios, y por si algún día le
pedía cuentas.
—Señor cura, ya sé que mi padre era buena persona y ayudaba
al que lo necesitaba. A la iglesia no iba más que a los entierros de familiares
allegados y cuando se casaron mis hermanos. Él me contó que cuando su padre
murió fue al pueblo de al lado para avisar al cura para darle la Extremaunción.
Al presentarse al párroco, le ofreció su
mulo para hacer el viaje, a lo que este le argumentó que necesitaba un taxi. Mi padre, muy joven, no podía pagarlo
pues el jornal no le alcanzaba ni para dar de comer a mi familia. Además, le
dijo que lo había visto viajar así a otros entierros, por lo que no dudó en llevarse
al animal. Pero vio que, en este caso, al ser una persona pobre quien se lo
pedía, no le quiso complacer. El caso fue que a otro día enterraron a mi abuelo en el cementerio,
pero sin el mínimo responso. Por eso ,
mi padre aprendió que no podía meterse en la iglesia salvo para su conservación.
Eso sí, nos tenía dicho que si el maestro nos preguntaba que si él iba a misa,
que le dijéramos que sí, y que él era un católico ferviente.
¡Ah!, el cura que no permitió seguir en la procesión a mi
abuelo es que vendía velas.
Disculpa, me he perdido entre las velas y al cambiar al nuevo cura.
ResponderEliminarEstá muy bien...
Un abrazo.