Cristóbal
Encinas Sánchez
Se acercaba el día de la Concebida. Era por la tarde. Me
puse mis pantalones de pana nuevos y mi tres cuartos forrado de lana porque
hacía frío y no sabía hasta qué hora podía estar dándole vueltas a la manzana
donde vivía mi novia. Mi cometido era esperar hasta la noche y pillar de
sorpresa a mi futuro suegro, para no alargar la entrevista al pedirle la
mano de su hija. Yo iba muy seguro porque contaba con la aprobación de mi
suegra, por suerte.
Cuando llegó mi suegro, estaba lloviendo. Llamó a la puerta
con dos golpes de aldabilla y esperó, atando el ronzal del burro al clavo de la fachada.
Mientras tanto, me acerqué y le dije con nerviosismo, pero sonriente:
–¿Qué tal le ha ido el día? –para ir entrando en cuestión.
– ¡Fatal y mojado! –me contestó–. Alguien me ha robado la caza y vengo con una mala leche que, si pillo al que lo hizo, lo cargo en la bestia y
lo llevo al hospital – dijo, dándole un recorte a la última palabra que me desalentó y a lo que yo repliqué muy serio:
–¡Que tenga una buena noche y que sueñe con que vuelve a
recuperar la caza!
Y di el "traspón" sin titubear ni un segundo. Dentro de la casa, las dos se quedaron sorprendidas, no dando crédito a lo que vieron tras la ventana.
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