Cristóbal Encinas Sánchez
Por aquellos parajes y a unas horas un poco intempestivas, un
vecino de la zona estaba dando vueltas alrededor de la era. El propietario del
cortijo próximo, por una rendija, lo vigilaba con desconfianza, por lo
que decidió salir a la calle.
–¡Buenas tardes! – le dijo al visitante y este le contestó de
igual forma–.¿Qué se le ofrece?
–Mire usted, yo soy del cortijo aquel que puede ver en aquella
lejana loma, junto a la oquedad en la roca bermeja. Soy padre de familia
numerosa y hace más de dos días que no como ni un granzón y si usted tuviera
una caridad para conmigo y me diera algo que echarme al estómago, se lo
agradecería.
El visitante tenía un aspecto ajado y un sombrero marrón de
fieltro de ala ancha. Llevaba de reata un burro escuchimizado, con las alforjas
vacías, que tendría de alzada no más de un metro diez centímetros, pero con
mucho genio.
–He estado recogiendo támaras de olivo para un par de haces y
algunas raíces secas antes de llegar hasta aquí. Sin hacerle compromiso, le
ofrezco un de mis perros en agradecimiento. Se lo puede usted quedar,
tranquilamente, ya que es buen cazador y le compensará tenerlo, porque a menudo
suele traer algún conejo.
Los dos hombres entraron en la casa convencidos del trato. El
propietario le indicó que se acomodara alrededor de la lumbre, en un sofá de
tabla y relleno de hojarascas. Le sacó un plato de aceitunas acebuchinas recién
machacadas y con una pizca de sal gorda.
–Espere, por favor, a que mi señora le ponga unas morcillas y
chorizos.
Y para que fuera saciando su hambre, le puso en un platillo un
puñado de garbanzos tostados y unos chicharrones. El hombre fue prudente al no
abalanzarse de súbito al plato y, dándole las gracias, se acercó a la
mesa con mucho temple, cuando llegó la mujer con una fuente a rebosar. Se sacó
del bolsillo su navaja de muelles y se lanzó a por la morcilla, tan olorosa y
bien aliñada que empezó a saborearla con entusiasmo. A grandes bocados liquidó
la primera y se atrevió con la segunda. A continuación, y sin soltar palabra, a
dos carrillos, se apropió del chorizo ubicado en la parte posterior del plato.
Cortó la mitad de una vuelta y después, con delicadeza, cortó la mitad del que
quedaba para echarlo a la lumbre que el amo de la casa había preparado
con maestría. Entretanto se había comido casi el pan chico, de a kilo.
El bienhechor no daba crédito a lo que veía, pero le dijo
que si aún le quedaba apetito iría a por refuerzos. El aguerrido comensal le
contestó, con el último trozo en la boca, que sí y que ya que lo hacía, si no
era molestia, que le trajera butifarra. A los pocos minutos asomó la mujer con
una butifarra, que estirada tendría más de medio metro. Viendo ella que el pan
ya lo había engullido, se fue a por otro. Con mucha parsimonia, el
"ensonrible" cortaba rebanadas por el centro, después de haberlo
partido por la mitad. El matrimonio lo observa sin perderse letra de cómo iba
desapareciendo la tripa. Ya parecía estar casi harto. Hinchaba el pecho y
exhalaba el aire con una clara sensación de fatiga. Pasado un rato, se le
ocurrió decir:
–Bueno, todavía me queda un raro hueco en el estómago y como
estaba tan buena, ¿podría llenarlo con un trozo más de morcilla? Se ve que su
mujer tiene buena mano para la matanza.
El otro, haciendo de tripas corazón, miraba al cielo, elevando los brazos como
pidiendo ayuda para sujetarse. Muy solícito a cumplir sus deseos, y sin venir a
cuento, salió corriendo escaleras arriba y, cuando lo vio llegar, su mujer le
dijo:
–¿Qué pasa, le han sentado mal a ese hombre los embutidos? –a lo que él
contesto con vehemencia:
– Tiene la cara de decirme que si le puedo llevar más morcilla,
que parece que le ha quedado cierto desconsuelo en el estómago. ¿Dónde está la
escopeta? –todo esto lo comentaba en voz muy alta.
Cuando el propietario de la casa bajó de las cámaras, se encontró
la cocina vacía, solo estaba el sombrero. Al que había sido invitado con
gentileza, lo vio saltando por las albarradas que se las pelaba. Lo único que
le faltó por asimilar fue un par de tiros, si no se anda listo y se hubiera
esperado a que le llevaran el segundo plato. Al burro, cargado, lo recogería
después alguno de sus hijos.
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