CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ
Aquella tarde de verano llegaron los
tres gitanillos bien trajeados al museo de cera. Entregaron su entrada al
portero y ya dentro se encaminaron a una sala donde se representaba un cuadro
flamenco. El grupo de figuras tenía un realismo exagerado. El cantaor se
estrechaba y casi se le podía adivinar su sentimiento. La bailaora, con un
caracolillo en su frente, miraba hacia sus zapatos y se movía, haciendo
zigzaguear su larga cola. El
guitarrista ensimismado tocaba, seguro, una seguiriya.
A la voz de
uno de los jóvenes, los tres se colocaron entre los espacios de las figuras
enceradas del cuadro, adoptando los gestos y las posiciones idóneas respecto de lo que allí
se quería representar. La empatía de los recién llegados era de muy alto grado. Tocaron
las palmas, las castañuelas, y se oyó un taconeo brillante que llamó la atención
del ordenanza, el cual optó de inmediato por acudir a la sala de donde procedían
tales sonidos. Entró y presenció la escena.
Quedó
perplejo al ver aquel cuadro antiguo que nunca había estado tan bien acompañado
y dispuesto para comenzar su primera función. ¡Ya era hora!
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