CRISTÓBAL
ENCINAS SÁNCHEZ
Cogió un libro de la estantería y empezó a leerlo. Era de su época de
juventud y presentaba un aspecto ajado y polvoriento. Había permanecido
amontonado en el trastero debajo de otros libros sometidos a trasiegos
inesperados. Dos hojas aparecieron pegadas; sus letras estaban adheridas y
decoloradas. Tuvo el presentimiento de saber por qué estaban así. Percibió un
leve perfume que le traía recuerdos ya olvidados. Las hojas del libro se habían
pegado bien, y se habían mantenido así porque nadie lo había leído después de
él. Con sumo cuidado intentó separar las dos hojas con su larga uña,
utilizándola a modo de abrecartas.
Un tenue perfume se desprendió del papel y escaló en el espacio hasta su
anhelante nariz que lo olfateó. El disecado pétalo rojo, ya ennegrecido, como
reliquia de una amistad, recobró en su mente el color original y el tacto
aterciopelado que tuviera en una tarde primaveral. Recordaba la mejor rosa
entre cientos que enseñoreaban el jardín y que tantas veces frecuentó; para su
amada escogió el mejor pétalo, lo olió y se lo envió en una carta.
Su pensamiento le transportó al jardín de su barrio, donde conoció a la
niña más guapa con las trenzas negras más largas que nunca vio. Le llegaban
hasta la cintura y a él le gustaba hacer comparaciones con las de otras chicas
en la plaza cuando salían al recreo.
Entonces una luz resplandeció en los ojos diminutos de aquel hombre ya casi
apagado; una sonrisa brotó de sus labios secos, que parecieron saborear un
exquisito manjar adornado de las mejores guirnaldas.
Era el sabor que dejaba el poso de los años vividos y ahora caía en la
cuenta, era como una semblanza: aquella chica era la que tenía sentada frente al hogar de su casa. Aquella mujer era la que lo había
enamorado y con la que había convivido durante los últimos sesenta años.
FLOR CEDIDA POR UNA AMIGA
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